viernes, 22 de septiembre de 2017

Intolerancia (el retorno): Aussie Bites (bocaditos de vuelta al cole)

Hace ya muchos años que me quedé con el título este de «aspirante a escritora». Tener aspiraciones no tiene nada de malo en sí, el problema es cuando una se queda... aspirando. Más que escribiendo. Cuando cada vez que piensas en lo que harías si tuvieras tiempo (y no dinero, porque si tuviera dinero, me largaría de viaje y comería en restaurantes ridículamente caros, y que os den a todos), y lo que piensas es «escribir», y no lo haces, empieza a ser difícil encontrar excusas para seguir llevando dignamente el título de aspirante. Bueno, en mi caso excusas no faltan, en los últimos años ha habido un cierto número de catástrofes que se han abatido sobre mí. He estado ocupada en cosas de la más alta importancia. Pero aún así, he sacado tiempo para compartir un sinfín de memes idiotas en Facebook, para verme todas las temporadas de «Juego de Tronos» y para teñirme yo misma mechas de -varios- colores absurdos en el pelo. 

Así que he estado meditando largamente con qué texto trascendente volver a ensillar el caballo de la escritura y partir al galope. O al trote, consultando abundantemente la RAE y varios diccionarios de sinónimos, que la escritura es una cosa que se oxida rápido cuando no se practica. Algo lúcido, brillante, revelador. Al final he decidido que si espero a que se me ocurra algo lúcido y brillante, iba a ser como lo de la tesina que iba a revolucionar el mundo de la lingüística (bueno, esa, la terminé) y voy a tirarme otro año sin publicar nada, así que he optado por escribir sobre macarrones sin gluten, que total, va a a cambiar tanto el mundo como ese texto brillante y trascendente que probablemente nunca llegará.

Yo soy de probarlo todo al menos una vez. Bueno, casi todo. Ciertas prácticas eróticas que impliquen una cabra viva y un guante de béisbol, por ejemplo, no necesito probarlas para saber que no me gustan. Con la invasión de la moda "el gluten es el origen de todo mal" que ha arrasado Norteamérica, han llegado al mercado un montón de productos que me intrigan. Mi única experiencia previa con la pasta sin gluten antes de que demonizar a esta pobre proteína estuviera de moda, fueron unos macarrones a base de arroz que fueron lo más triste que he comido nunca. Y el pan sin gluten... masticar cartón sería una experiencia organoléptica más satisfactoria. Pero voy paseando por el súper y veo algo nuevo. Pasta a base de guisantes. 

Hasta ahora, he probado pasta a base de harina de garbanzos, de lentejas y de alubias. Todas ellas malísimas. Que no se diga que no lo intento. Pero veo el contenido proteínico de estos rotini, y como he vuelto en serio al ejercicio por primera vez después del cáncer, y tengo como objetivo levantar a Monsieur M. en press de banca, los compro. Y los cocino, respetando escrupulosamente el tiempo de cocción (al dente). Y los pruebo y concluyo que son como el resto de la pasta sin gluten que he probado: una puta mierda chiclosa e insípida. Y que si uno no es celíaco, no hay ningún motivo para infligirse ese castigo (lean mi próximo post: "No, no eres intolerante al gluten, idiota, solo quieres llamar la atención"). Así que el resto se lo va a comer la Chica, que la legumbre es buena para ella y las propiedades organolépticas de la comida se la sudan totalmente, a juzgar por la velocidad a la que la traga.

Esto me lleva a lo de la intolerancia (tranquilos, ya llego). No sé si ya ha llegado a España este furor anti gluten, esta caza de brujas al pobre trigo. O a los lácteos. Aquí es una epidemia. La gente va por ahí proclamándose «intolerante» al gluten, y contando a cualquiera que quiera oírlo (y a cualquiera que no) cómo eliminar esta malvada proteína de la dieta ha hecho que su sistema digestivo funcione mejor (manera sutil de decir que expelen menos flatulencias), su piel brille más, tengan menos migrañas y su pene haya alargado dos centímetros. Sí, sí, porque ya hasta los productos «enlarge your penis» se anuncian como «gluten free» en Canadá.  Ayer, sin ir más lejos, en Costco una de esas amables señoras que te dan a probar muestras de productos me ofreció un pedazo de loncha de tocino precocinada afirmando que era sin gluten. Lo único que me hizo contenerme para no arrebatarle la loncha y darle con ella de bofetadas en la cara fue que la pobre era una mandada y probablemente repetía las sandeces que le habían obligado a decir para promocionar el producto.   

En mi modesta y poco fundada opinión, esta intolerancia es un claro síntoma de los males que nos aquejan en estos tiempos. Si os fijáis, en cuestiones de comida (que son las más importantes de todas las cuestiones), hemos llegado a un punto en el que la gente se define más por lo que NO come que por lo que come.«Yo soy vegetariano, no como carne ni pescado». Vale. Puedo entenderlo. Por una gran cantidad de razones medioambientales, y éticas, entre otras. «Yo soy vegano. No consumo ningún producto de origen animal, ni miel, porque es un producto de la explotación apícola». Vaaale. «Yo como paleo, limito al máximo los cereales y todos los glúcidos, y solo como la carne ecológica que he cazado yo mismo golpeándola con una quijada de tigre. Ajem. «Yo soy crudivegano (porque calentar las verduras altera su aura), locavoro (solo como productos de la agricultura local), intolerante al gluten y solo compro cosas de agricultura orgánica». Aarrgh. La lista de lo que puedes comer empieza a ser angustiosamente corta, e inversamente proporcional a la lista de la gente a la que puedes irritar cuando te invita a cenar a su casa. 

La cosa ha llegado a un punto que una buena amiga que da cursos de cocina de vez en cuando, me comenta que empieza a ser imposible, con toda la gente que se matricula con restricciones alimentarias a cual más variopinta. En plan... «quiero aprender a hacer una paella sin sal, sin alimentos de origen animal -es posible-, sin cebolla, sin ajo, sin tomates, sin arroz...». Un día supe que la decadencia de Occidente está llegando a su apogeo cuando en la sección de cocina de mi librería favorita de Montreal, vi un libro de cocina paleo... para perros. No me lo invento. Si pongo más los ojos en blanco me dan dos vueltas completas dentro de las órbitas. Sabes que el mundo se va a la mierda cuando la gente decide aplicar a su perro la misma dieta absurda que siguen ellos, y cuando Trump gana las elecciones. Lo cual me lleva al tema central de este post (sí, tiene un tema central, aunque no lo parezca, concentraos, coño): la intolerancia. Y el retorno. No el mío, el mío da igual. El retorno de la intolerancia, si es que alguna vez se fue de verdad. 

Si lo que comemos (o lo que no) es sintomático de los tiempos que vivimos, entonces estamos claramente jodidos. Porque en Canadá comemos (bueno, yo muy poca) carne clorada, en todo Occidente hacemos necedades con aguacates (que me encantan) solo porque están de moda aunque no sean un cultivo sostenible a gran escala, nos ponemos malos con dietas absurdas (yo es ver un hashtag #cleaneating o #detox y poner pies en polvorosa), y mientras, en otra dimensión, 795 millones de personas no pierden el tiempo en esas chorradas, porque, bueno, solo poder comer, lo que sea, ya molaría. Nosotros aquí, compitiendo por ver quién come menos cosas, y una buena parte de la humanidad muriéndose (literalmente) por comer algo. Eso sí que es inmoral, y no los vestidos de la Pedroche (esos son solo ilógicos) y creedme, no soy muy dada a usar esa palabra.

El hecho de que cada vez más gente que sigue estas modas se declare «intolerante» al alimento maligno en cuestión (el trigo, los cereales en general, los carbohidratos, los lácteos, qué sé yo) para legitimar su restricción autoimpuesta, es un riesgo añadido para la gente que tiene que vivir con alergias e intolerancias alimentarias no imaginarias, ya que produce un efecto de cansancio que hace que por ejemplo, en los restaurantes, se tome menos en serio a una persona que necesita una información precisa sobre lo que contiene su comida. Porque puede terminar en el hospital. 

No me sorprende, en esta época en la que pasearte por la sección de comentarios de cualquier artículo de periódico hace que pienses que solo un Armagedón de fuego y meteoritos explosivos podrá enderezar esto. En esta época de intolerancia generalizada, en la que los racistas, fascistas, xenófobos, misóginos, homófobos y fundamentalistas religiosos se están desacomplejando y salen a la luz correteando afanados por todas partes como las cucarachas a las que sorprendes en la cocina al darle al interruptor. Intolerancia a los musulmanes (y a los inmigrantes en general), a las feministas (y a cualquier mujer que decida afirmarse), a la gente que piensa que un niño no siempre tiene pene y una niña no siempre tiene vagina, a los que creen que nuestros representantes políticos deberían servirnos a nosotros y al bien común y no servirse ellos y apilar privadamente bienes comunes. Y mira que detesto la palabra «intolerancia», porque, ¿cuál es la alternativa? ¿La tolerancia? La tolerancia no es suficiente. Yo tolero, arrugando mucho la nariz, cosas que me cuesta soportar pero que tienen derecho a existir: el olor de la Chica cuando ha tenido un encontronazo con una mofeta, los nacionalismos (aunque ahora mismo a los catalanes los entiendo bastante), la comida que cocina mi cuñada quebequesa. Pero tolerar no es suficiente. Lo difícil es dar un paso más, e intentar la aceptación. Ese músculo también se desarrolla, basta con exponerse a la diferencia a menudo.  Ya veréis, no duele. Salvo si es uno de los pasteles de carne de mi cuñada. Entonces sí. Pero para eso están los antiácidos. Si tan solo existieran las pastillas antifacha...


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Si habéis llegado leyendo hasta aquí, merecéis una receta. No insistiré mucho en lo que no tiene (no lleva harina de trigo, ni huevos, qué coincidencia ;-), sino en lo que sí contiene, un montón de cosas ricas. Es una receta para la vuelta al cole, para remplazar esas barritas de cereales llenas de azúcar que les dan a los críos por algo más consistente e infinitamente más rico. La receta no es un invento mío, es una versión casera y menos malvada de un producto que se vende en Costco y que me encanta: los Aussie Bites (bocaditos australianos, vaya). Como imitación, me han quedado de superar el original. Vamos, que están de probar uno y dejar de creer en dios (atención, estos bocaditos no son aptos para los intolerantes al ateísmo). Porque quién quiere ser modesto cuando en el fondo sigue siendo un poco de Bilbao. 
























BOCADITOS DE VUELTA AL COLE (AUSSIE BITES)

INGREDIENTES

  • 1 taza de avena instantánea para gachas
  • 3/4 de taza de harina de avena integral (o utilizar la avena ya mencionada molida)
  • 1/4 de taza de semillas de chia molidas (al primero que hable de súper alimentos en los comentarios, lo acogoto con una barra de pan sin gluten) mezcladas con 2 cucharadas soperas de agua (sirve de sustituto al huevo)
  • 1/4 de taza de azúcar
  • 1/4 de taza de albaricoques secos
  • 1/4 de taza de pasas (de Corinto mejor)
  • 1/4 de taza de semillas de girasol (sin tostar y sin sal, preferible)
  • 1/4 de taza de coco rallado
  • 1/4 de taza de quinoa (cocida previamente, y lo mismo que con la chia, si créeis que de verdad existen los súper alimentos, los Reyes Magos y los políticos honrados, no vengáis a dar la tabarra con ello)
  • 2 cucharadas soperas de semillas de chia enteras
  • 1/4 de taza de miel
  • 1/4 de cucharada de té de bicarbonato 
  • 1/4 de cucharada de té de sal
  • 1/4 de taza de mantequilla fundida (remplazar por más aceite si queréis una receta vegana, pero recordad que no estáis obligados a decírselo a todo el mundo)
  • 1/4 de taza de aceite de colza o de girasol
  • 1/2 cucharada de té de extracto natural de vainilla


ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 185º. Aceitar (yo uso aceite de coco, le da un toque de sabor particular) dos bandejas de moldes de mini muffins (da para unos 24 bocaditos mini, una docena en tamaño madalena grande). 

Triturar en pedacitos en el robot de cocina los albaricoques secos. Reservar. Moler en el robot 1 taza de la avena para gachas. Pulsar hasta que la avena esté bastante pulverizada, con consistencia de harina gruesa.

Añadir los 3/4 de harina de avena o el resto de la avena para gachas, el azúcar, los albaricoques triturados, las pasas, las semillas de girasol, el coco rallado, las semillas de chia, la sal y el bicarbonato. Darle unos viajes hasta que las pasas estén picadas en pedacitos. 

Incorporar el aceite de colza, la mantequilla fundida, la miel (más fácil de verter si el medidor está pringado del aceite medido previamente), la quinoa cocida y el extracto de vainilla. Darle al robot un poco más hasta que todo esté mezclado, pero no demasiado. La idea no es hacer un puré liso. 

Llenar los moldes hasta la mitad, presionando la masa con dedos untados de aceite. Estos bocaditos no son de textura esponjosa, no esperéis que «suban» como un bizcocho. La consistencia es realmente de barra de cereales, compacta pero jugosa. 

Hornear a 180º unos 12 o 13 minutos, hasta que los bordes estén dorados. sacar del horno y dejar enfriar en los moldes. Esperar a que hayan enfriado del todo antes de desmoldar. Se conservan en un recipiente herético :-) fuera del frigo, unos diez días dependiendo del calor que haga. Los hacéis con vuestros hijos como excusa, que lo sé. No os los comáis todos. Pillines.