martes, 31 de octubre de 2017

Cementerio indio (cuento especial de Halloween). Sopa de calabaza y boniato al curry rojo tailandés

Una noche fría de finales de octubre en Quebec, una profesora española cuenta una historia junto al fuego. Su auditorio es su vieja amiga Violeta, que ha venido a visitarla un par de semanas. Es uno de esos anocheceres encapotados y glaucos de finales de octubre en la región de los Laurentides, cuando los árboles que rodean Muffin Manor han perdido su esplendor rubí y amarillo, y solo queda el cobre de las hojas secas y el verde negruzco de las coníferas. Fuera, las ramas casi desnudas se mueven con el viento. Dentro, la chimenea arde y las dos amigas rodean con las manos sendas tazas de chocolate, las mejillas aún frías del paseo con Kraken, el perro de la casa, que duerme satisfecho en su rincón del sofá. El resplandor tamizado de las lámparas contribuye al calor de la habitación.

- «Esta es la historia de la Maldición del Cementerio Indio», comienza la anfitriona. Hace una breve pausa a modo de preámbulo, para dar más efecto a su palabras. Una oportuna y violenta ráfaga de viento (el tiempo ha sido tormentoso durante los dos últimos días, y las temperaturas en descenso anuncian que la nieve está cerca) hace que las ramas de la enredadera que cubre la fachada de la casa golpeen contra el cristal de la ventana del salón. Violeta se sobresalta un poco y mira afuera, al anochecer que se oscurece a toda prisa. Contenta del clima que se ha creado, la anfitriona prosigue: - «Érase una vez (las historias hay que comenzarlas como es de ley) una pareja que vivía en Montreal, en una barraca montrealesa típica de los años 50. Ella era de origen inmigrante y se dedicaba a la enseñanza y a escribir y cocinar compulsivamente. Él era quebequés, grande, fuerte, zen y había eliminado el apego». 

- «Esa pareja me resulta extrañamente familiar», observa Violeta.

- «Tú escucha y calla», dice la narradora, con una soltura producto de muchos años de amistad. «Pues bien: la pareja en cuestión estaba bastante harta de las reformas interminables de la barraca, reformas que hacían ellos mismos, con la ayuda ocasional de un operario un poco peculiar».

- «Ese operario... ¿no sería un tipo bretón que se llamaba Jules, no? Porque me suena bastante». Insiste Violeta.

- «El nombre da igual. Calla y tómate el chocolate antes de que se enfríe. Le he echado marshmallows». Violeta, obediente, se aplica a sorber los marshmallows en miniatura que flotan y se funden encima de la espumosa taza de chocolate. - «Como decía, la pareja estaba harta de las reformas de la barraca y de vivir en la ciudad. Especialmente él, que era lo menos urbanita del mundo. Así que cuando ella terminó sus estudios y encontró un trabajo, decidieron vender la barraca montrealesa e irse al campo. Bueno, al campo no. Sería más exacto decir al bosque. Muy lejos de la ciudad y de toda civilización. Al sexto pino». 

Violeta abre la boca con la intención de decir algo, pero un «chuuttt» autoritario le hace pensárselo mejor. Mira su taza de chocolate y da un buen trago, pintándose un bigote de espuma. Mientras se relame, su buena amiga continúa: - «''Compremos nuevo'', decía la pareja antes de encontrar la cabaña en el bosque de sus sueños. ''Y no tendremos que hacer obras'', añadían. Así que se mudaron, ellos y sus dos gatos, una gata geriátrica y un gato... corpulento

- «Lo dicho... muy familiar, todo», dice Violeta. Su amiga coge una galleta del plato y se la inserta en la boca. Violeta no parece muy desdichada con la situación. 

- «El primer año, todo fue bien. La pareja se instaló, pintaron y decoraron Muffin Manor a su gusto, es decir, al gusto de ella, y vivieron felices y cubiertos de pelos de gato. Al segundo año de vivir allí, empezaron a pasar cosas».

- «¿Cosas? ¿Qué quieres decir con cosas? ¿Qué tipo de cosas?»

- «Sucesiones de eventos desafortunados. Al principio fueron cosas pequeñas, y la pareja no las asoció unas con otras. Zonas del terreno en las que la vegetación moría de manera inexplicable, zonas circulares, perfectamente delimitadas. Como una quemadura. Animales muertos que aparecían en el jardín: perdices, liebres, hasta esqueletos de ciervo. Ellos lo atribuían a los depredadores habituales de la región: zorros, coyotes. Lo raro era que normalmente esos depredadores devoran a sus presas, no suelen abandonar los cadáveres enteros». 

- «Quizá los habitantes de la casa sorprendieron a los animales antes de que pudieran comerse a las presas», apunta Violeta, ahora más atenta a la narradora de la historia que a su taza de chocolate. 

- «Eso pensaron ellos. Pero los eventos se multiplicaron. La lavadora desbordaba sin que ni él, bastante manitas en cosas de fontanería, ni más tarde el fontanero (al que llamaron tras varias inundaciones del lavadero) pudieran explicarlo. Las luces explotaban al encenderlas, literalmente. El electricista tampoco pudo aportar una explicación, en una casa de nueva construcción y con una instalación eléctrica tan reciente. Invasiones de insectos en cantidades fuera de lo normal para la región y la época del año: avisperos numerosos, algunos de ellos subterráneos (los más peligrosos si alguien desafortunado mete el pie dentro), invasiones de orugas que cubrían literalmente la fachada de la casa, mientras los vecinos más cercanos no tenían ese problema. Nidos de culebras silvestres, que se retorcían en un amasijo en el porche delantero y disuadieron a la propietaria de sentarse plácidamente en el escalón de la entrada con su café matinal.»

- «Ugh, ugh, ugh», dice Violeta, arrugando la nariz. 

- «La pareja decidió eliminar la piscina del jardín tras pagar cantidades de dinero astronómicas para reparar numerosos problemas. Lo decidieron la mañana en la que encontraron al gato de los vecinos ahogado, flotando en el centro. Ella no entendió al principio qué era aquella mancha blanca y negra: fue cuando se acercó a la piscina que se dio cuenta. El pobre animal había intentando -en vano- salir de la piscina, y había hecho profundos arañazos en la pared de plástico. Las semanas siguientes, él tuvo que deshacerse de los cadáveres de una liebre, un mapache y dos ardillas. ''Si sigo así, voy a dedicarme a sepulturero'', bromeó con ella. ''Pues nuestros gatos no han sido, son demasiado perezosos hasta para cazar ratoncillos'', dijo ella, ''aún menos para matar a un mapache que es casi del doble de su tamaño''. 

Las noches en las que él estaba en Montreal dando sus cursos, ella solía oír ruidos de patas y zarpas correteando y arañando el tejadillo del primer piso. Las primeras veces se asustó mucho, con la oscuridad era imposible ver qué animal hacía ese ruido, a pesar de que salió numerosas veces a mirar,con una linterna y todo el coraje del que disponía, ella, que había vivido toda su vida en la ciudad.»

Violeta escucha, los ojos muy abiertos. Alarga una mano sin mirar, y, como para reconfortarse, acaricia la masa sólida y oscura del Kraken, que ahora ronca a pata suelta en el sofá. Los ronquidos restan un poco de dramatismo a la historia, en este crepúsculo ventoso y un poco lúgubre.   

«Los sonidos de animales continuaron, sin que ninguno de los dos encontrara ni rastro de lo que los producía. ''Mapaches'', concluyó él. ''O ardillas''. No te preocupes, por aquí no se suele ver a muchos osos pardos y de todas maneras, meterían más ruido''. ''Siempre tan tranquilizador'', gruñó ella. ''Podrías haberme advertido antes de mudarnos del mal rollo que puede dar el campo a veces''. ''A mí solo me da mal rollo lkea un sábado, mon p'tit loup'', replicó él, besándole el pelo. Y las cosas parecieron calmarse durante un breve periodo de tiempo. Adoptaron a un perro en la protectora de animales, y toda la familia parecía entenderse bien. »

- «De verdad que esa pareja me suena mucho. Ya, ya me callo. Sigue contando, yo voy a ir calentándonos una sopita para cenar.» Violeta la anima a seguir, mientras sirve en sendos tazones una crema de calabaza de un naranja profundo. 

- «Fue a partir de ese momento cuando las cosas se pusieron feas. Encontraban calaveras de ciervos tan a menudo que él bromeaba con empezar a fabricar lámparas con ellas y venderlas. A uno de los gatos, que empezaba a aclimatarse al cambio de paisaje lo suficiente como para aventurarse a salir al jardín, le ocurrió algo extraño después de uno de sus primeros paseos por el terreno. Una mañana fría de septiembre llegó a una de esas ''calvas'' inexplicables que se producían en el césped a pesar de los cuidados que le prodigaba la pareja, y se cayó cuan largo era. Ella lo vio desde la ventana, corrió a recogerlo, y lo llevó al veterinario. Lo llevaba en el regazo mientras conducía, el pobre animal inmóvil, pero aún respirando suavemente. El veterinario tuvo que administrarle la eutanasia el mismo día. Un cáncer fulgurante. Lo enterraron en un islote junto al estanque,  él llorando todo el tiempo mientras cavaba el agujero, y ella plantó bulbos de crocus blancos, que son las primeras flores que aparecen en el deshielo. Es por eso que aquí en Quebec los llaman los ''perfora nieves''. Durante semanas y semanas ella fue incapaz de mirar hacia el pequeño túmulo de piedras con el que él marcó la pequeña tumba, sin ponerse a llorar. A partir de ese día, todo empezó a acelerarse.

Él empezó a notar dolores en el mentón y en el tórax, dolores fuertes que le impedían dormir. Se le hincharon los ganglios de manera anormal, y le diagnosticaron un linfoma incurable. La quimioterapia podía ralentizar mucho el progreso del cáncer, así que tuvo que pasar por numerosos ciclos muy duros. Ella pasó el verano limpiando y vaciando el trastero de objetos inútiles, como si despojarse de lo que no fuera estrictamente necesario fuera a ayudar a que la vida no abandonara a su hombre. Lo cierto es que se sentía impotente y necesitaba ocuparse en algo.  Cuando él acababa de terminar el tratamiento y daba muestras de responder muy bien, ella estaba moviendo cajas en el sótano y descubrió unas horribles manchas negras en el suelo y las paredes, en un rincón del trastero. Temerosa de que ese moho se extendiera y perjudicara al ahora casi inexistente sistema inmunitario de él, llamó a un reparador. Dos semanas más tarde descubrían que la casa tenía graves problemas de drenaje, y que esa humedad y ese frío que nunca conseguían eliminar del todo, se debían a que estaban viviendo con veinte centímetros de agua acumulada bajo el parqué del sótano. Así que aseguradoras, reparadores, fontaneros, y una buena parte de sus economías pasaron desfilando durante el tiempo que tardaron en achicar el agua de ese lago interior. El otoño llegó de nuevo y pasó. La nieve cubrió todo el jardín y él, repuesto de su cáncer, reconstruyó el suelo y las paredes del sótano. El deshielo, que siempre parece que no va a llegar jamás, terminó por fundir toda la nieve, y los crocus de la tumba del gato brotaron... de un color violeta muy oscuro. ''Un error en el etiquetado'', pensó ella. Salvo que la primavera anterior habían brotado blancos. No le dio muchas vueltas, estaba ocupada en otras cosas. 

Y fue entonces que encontraron el primer indicio. Ella al principio no lo asoció con nada de lo que estaba ocurriendo. Su naturaleza profundamente cartesiana se lo impedía. Fue una broma de una amiga, tras un accidente que terminó con uno de los coches de la pareja (pero del que ella salió ilesa), que comentó ''Pobrecita mía, tanta mala suerte seguida es casi imposible, a ver si esa casa vuestra está construida encima de un cementerio amerindio y habéis pescado una maldición...''. Ella rió de buena gana y no le dedicó ni un minuto de sus pensamientos al tema. Hasta que la excavadora que tenía que rehacer el canal de drenaje en torno a la casa desenterró el primer montón de huesos.»

Violeta, con las manos ocupadas por dos tazones de sopa y un par de servilletas colgadas del antebrazo, detiene el movimiento de alargar el cuenco a su amiga y se queda mirándola, un poco boquiabierta. 

La narradora la mira, y hace un movimiento de cabeza, como asintiendo. Toma el tazón de manos de su amiga y sigue contando. «La pareja llamó a la Sûreté du Québec, la policía provincial. Los restos parecían viejos y debatieron brevemente llamar al servicio de arqueología de los parques nacionales, pero ninguno de los dos podía afirmar que no eran recientes. Así que la policía mandó a gente del servicio de identificación forense, que vinieron, inspeccionaron la excavación, recogieron muestras de tierra y se llevaron los huesos tras envolverlos con extremo cuidado. Los restos eran claramente humanos, puesto que entre ellos había un cráneo. Prometieron dar noticias. Pasaron algunas semanas. Los ruidos nocturnos en el tejado empeoraron, siempre cuando él no estaba en casa. Una noche sonó un golpe tan fuerte en el tejado, que ella le llamó por teléfono y le pidió que viniera a casa. No vieron lo que era, pero hablaron con el servicio de la Fauna por teléfono. Les dijeron que era posible que un oso pardo se hubiera aventurado cerca de la casa, en primavera suelen estar hambrientos. 

A pesar de todos los infortunios, la pareja era bastante feliz. La salud de ambos iba bien, y se sentían capaces de enfrentarse a todo con apoyo mutuo. Su gata geriátrica murió también, esta vez de manera menos inesperada. Él la enterró junto a su primer gato y comentó algo sobre abrir un cementerio de mascotas. Siguieron con su rutina: las clases, los paseos por el bosque con el perro. Ella solía encontrarse con uno de sus vecinos durante esos paseos, el propietario de un bosque colindante, que solía ir a cortar madera para su estufa de leña. Esos encuentros, un poco incómodos al principio, empezaban a ser algo deseable, porque en algunos de los paseos ella había notado cosas extrañas. Como un claro bastante parecido a esas zonas agostadas del jardín, un claro casi perfectamente redondo, con la hierba amarilla de un aspecto quemado. En ese claro reinaba un silencio extraño, cuando ella llegaba con el perro y se paraba a escuchar, los pájaros y los insectos parecían haber desaparecido.  

A veces, el vecino y ella conversaban un poco. En una de esas conversaciones, el vecino, un tipo enjuto, serio y más bien circunspecto, le contó, notando su acento extranjero, que esa región en la que vivían solía ser territorio amerindio, concretamente atikamekw. Tras mascullar un comentario vagamente racista, observó que ahora los atikamekw vivían en las reservas y vendían ''porquerías a los turistas''. Y desapareció. Y cuando digo desapareció,lo digo literalmente: esa fue la última vez que ella lo vió. Días más tarde tuvo un accidente con su vehículo todoterreno y murió en el acto. Las tierras se vendieron y el nuevo propietario no era muy fan de los perros, así que ella cambió la ruta de sus paseos. 

El servicio de identificación forense llamó y confirmó que los restos encontrados eran humanos, que tenían unos doscientos años, y que por restos de cuero y de ropa recogidos junto a la osamenta, probablemente pertenecían a un hombre de las Primeras Naciones, como llaman aquí a las tribus amerindias autóctonas de Quebec. Les dijeron que les mandarían unos documentos para firmar, dándoles permiso para conservarlos y exponerlos en un museo. Tras esa llamada, ella empezó a investigar un poco en Internet sobre los pueblos amerindios originarios de esa región, pero al cabo de un tiempo, olvidó el tema.

Un nuevo problema en la casa (esta vez de desagüe), hizo que que la pareja tuviera que excavar de nuevo en el jardín. Esta vez la pala mecánica tropezó con un esqueleto completo, casi intacto. Cuando los llamaron para ir a echar un vistazo, vieron que estaba acostado de lado, en posición fetal. Y que a sus pies había un par de objetos, uno de ellos parecía un cuchillo. De nuevo llamada a la Sûreté, y esta vez tras oír las palabras ''fosa común'', ella se puso a investigar de nuevo, esta vez con bastante más ahínco, sobre ritos funerarios amerindios

-«¿Y?», la apremia Violeta. 

- «Muchos pueblos amerindios de Canadá, como los hurones, los iroqueses o los innus, entierran a sus muertos en fosas comunes. En posición fetal, como símbolo del renacer después de morir. Con objetos que pueden necesitar en el Más Allá. También celebran una Fiesta de los Muertos». Breve silencio y mirada a la calabaza decorada en la repisa de la ventana, lista para Halloweeen. «Se cree que--» un ruido enorme en el tejado, con una vibración que repercute en toda la casa, la interrumpe. Las dos amigas miran al techo, y tragan saliva ruidosamente. Kraken se levanta de un salto y corre hacia la puerta. Se planta delante y empieza a gruñir de manera, sorda, baja. 

La narradora se fuerza a mirar a la chimenea, como si no escuchara el ruido de un correteo de patas y de arañazos que proviene del tejadillo exterior que cubre el porche. Ninguna de las dos hace la más mínima mención de salir. Ella llama al perro, que no le hace caso, y mira a través de la puerta acristalada con la cabeza gacha, las orejas pegadas al cráneo y la cola entre las patas. 

-«...se cree que hacer ofrendas como platos de comida, armas de caza y ropas, puede aplacar a los espíritus de las personas enterradas. Como pagar un precio por la paz eterna». Termina, mirando la cara asustada de su amiga mientras el perro sigue gruñendo cada vez más alto frente a la puerta principal. El gruñido, viniendo de un animal normalmente dulce y sumiso, hace que los pelos de los brazos de Violeta se ericen. 

- «Y-y qqué-qu-qué vas a hacer?», pregunta Violeta, olvidando usar la tercera persona. 

- «Mañana es Halloween. He preparado pan, he apartado algunas prendas de ropa, he comprado un cuchillo de caza. Tú y yo vamos a cavar, bonita».

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SOPA DE CALABAZA Y BONIATO AL CURRY ROJO TAILANDÉS

INGREDIENTES (para unas 4 a 6 raciones)
  • 1 cucharada sopera de aceite de oliva
  • 1 cebolla mediana, picada en daditos
  • 2 dientes de ajos, en rebanadas
  • 1 cucharada sopera de jengibre fresco rallado (o 2 de té de jengibre en polvo)
  • 1 cucharada sopera de pasta de curry rojo tailandés 
  • 1 cucharadita de té de cúrcuma rallada (yo encuentro fresca, pero en polvo también vale)
  • 1 boniato, pelado y cortado en cubos
  • 2 zanahorias grandes, peladas y cortadas en rodajas
  • 1 taza de calabaza, en dados (yo he usado butternut)
  • 4 tazas de caldo de verduras (o de pollo, si no sois vegetarianos)
  • 3/4 de taza de lentejas rojas
  • 1 cucharada sopera de salsa de pescado asiática (ídem que por el caldo de pollo, salsa de soja si queréis que la receta sea vege)
  • 1 cucharada sopera de jugo de lima
Después de la cocción:
  • 1 lata de leche de coco
  • 1/4 de cucharada de té de sal (o al gusto)
  • 1 cucharada de té de salsa de pescado
  • 1 cucharada de té de jugo de lima
ELABORACIÓN

Calentar el aceite en una cazuela. Sofreír la cebolla a fuego medio-alto hasta que se ponga translúcida. Añadir el ajo y el jengibre, sofreír durante un minutillo más. Agregar la pasta de curry y la cúrcuma y revolver para que coloree bien la cebolla, hasta que huela. Más o menos un minuto. 

Añadir la calabaza, la zanahoria y el boniato en cubos, sofreírlos un poco, echar las lentejas, la salsa de pescado y el jugo de lima. Verter el caldo y cuando rompa a hervir, bajar el fuego y dejar hacer hasta que las zanahorias y la calabaza estén hechas. Unos 40 minutos. 

Batir todo hasta obtener una crema untuosa. Echar la leche de coco, la salsa y el jugo de lima. Batir un poco más y corregir de sal. Servir con pepitas de calabaza y un hilo de leche de coco, acompañada de una buena historia de miedo. 
   

lunes, 2 de octubre de 2017

Santa Madre's App

Hace mucho que no os cuento nada de mi Santa Madre. ¿Recordáis? Mi Santa Madre es esa intrépida heroína de la tercera edad, que está intentando recuperar el tiempo perdido durante el franquismo antes de que vuelva de nuevo a gobernar Españññia. Y se ha ido a Benidorm con una amiga.

Pues bien, creo que hoy es precisamente el momento de hablaros de ella de nuevo, os va a sentar bien después de la bonita jornada democrática de ayer, siempre es tranquilizador hablar de gente mayor que no sangra debido a un porrazo de la poli nacional. 

Mi Santa Madre no solamente no sangra, sino que, gracias a Estoico Hermano, el informático más dicharachero y reservado de Barrio Sésamo, ahora tiene teléfono inteligente. Android. Y ha descubierto Whatsapp. 

Si bien la generosidad y grandeza del alma de mi hermano es laudable, su iniciativa de enseñarle a mi Santa Madre a mandar mensajes (y fotos, muchas, y vídeos, muchos) por Whatsapp quizá lo sea un poco menos. Porque si mi Santa Madre ya es bastante estilo libre en esto de la comunicación (vamos, que si le da un ictus, por escrito sería difícil darse cuenta), ahora que ha caído en las garras del autocorrector, está alcanzando grados de surrealismo nunca vistos. Eso, o le da a las drogas (la gente mayor ahora toma muchas pirulas, hay que desconfiar). O le está dando un principio de demencia muy divertido. Para muestra, una captura de pantalla vale mil palabras: 






viernes, 22 de septiembre de 2017

Intolerancia (el retorno): Aussie Bites (bocaditos de vuelta al cole)

Hace ya muchos años que me quedé con el título este de «aspirante a escritora». Tener aspiraciones no tiene nada de malo en sí, el problema es cuando una se queda... aspirando. Más que escribiendo. Cuando cada vez que piensas en lo que harías si tuvieras tiempo (y no dinero, porque si tuviera dinero, me largaría de viaje y comería en restaurantes ridículamente caros, y que os den a todos), y lo que piensas es «escribir», y no lo haces, empieza a ser difícil encontrar excusas para seguir llevando dignamente el título de aspirante. Bueno, en mi caso excusas no faltan, en los últimos años ha habido un cierto número de catástrofes que se han abatido sobre mí. He estado ocupada en cosas de la más alta importancia. Pero aún así, he sacado tiempo para compartir un sinfín de memes idiotas en Facebook, para verme todas las temporadas de «Juego de Tronos» y para teñirme yo misma mechas de -varios- colores absurdos en el pelo. 

Así que he estado meditando largamente con qué texto trascendente volver a ensillar el caballo de la escritura y partir al galope. O al trote, consultando abundantemente la RAE y varios diccionarios de sinónimos, que la escritura es una cosa que se oxida rápido cuando no se practica. Algo lúcido, brillante, revelador. Al final he decidido que si espero a que se me ocurra algo lúcido y brillante, iba a ser como lo de la tesina que iba a revolucionar el mundo de la lingüística (bueno, esa, la terminé) y voy a tirarme otro año sin publicar nada, así que he optado por escribir sobre macarrones sin gluten, que total, va a a cambiar tanto el mundo como ese texto brillante y trascendente que probablemente nunca llegará.

Yo soy de probarlo todo al menos una vez. Bueno, casi todo. Ciertas prácticas eróticas que impliquen una cabra viva y un guante de béisbol, por ejemplo, no necesito probarlas para saber que no me gustan. Con la invasión de la moda "el gluten es el origen de todo mal" que ha arrasado Norteamérica, han llegado al mercado un montón de productos que me intrigan. Mi única experiencia previa con la pasta sin gluten antes de que demonizar a esta pobre proteína estuviera de moda, fueron unos macarrones a base de arroz que fueron lo más triste que he comido nunca. Y el pan sin gluten... masticar cartón sería una experiencia organoléptica más satisfactoria. Pero voy paseando por el súper y veo algo nuevo. Pasta a base de guisantes. 

Hasta ahora, he probado pasta a base de harina de garbanzos, de lentejas y de alubias. Todas ellas malísimas. Que no se diga que no lo intento. Pero veo el contenido proteínico de estos rotini, y como he vuelto en serio al ejercicio por primera vez después del cáncer, y tengo como objetivo levantar a Monsieur M. en press de banca, los compro. Y los cocino, respetando escrupulosamente el tiempo de cocción (al dente). Y los pruebo y concluyo que son como el resto de la pasta sin gluten que he probado: una puta mierda chiclosa e insípida. Y que si uno no es celíaco, no hay ningún motivo para infligirse ese castigo (lean mi próximo post: "No, no eres intolerante al gluten, idiota, solo quieres llamar la atención"). Así que el resto se lo va a comer la Chica, que la legumbre es buena para ella y las propiedades organolépticas de la comida se la sudan totalmente, a juzgar por la velocidad a la que la traga.

Esto me lleva a lo de la intolerancia (tranquilos, ya llego). No sé si ya ha llegado a España este furor anti gluten, esta caza de brujas al pobre trigo. O a los lácteos. Aquí es una epidemia. La gente va por ahí proclamándose «intolerante» al gluten, y contando a cualquiera que quiera oírlo (y a cualquiera que no) cómo eliminar esta malvada proteína de la dieta ha hecho que su sistema digestivo funcione mejor (manera sutil de decir que expelen menos flatulencias), su piel brille más, tengan menos migrañas y su pene haya alargado dos centímetros. Sí, sí, porque ya hasta los productos «enlarge your penis» se anuncian como «gluten free» en Canadá.  Ayer, sin ir más lejos, en Costco una de esas amables señoras que te dan a probar muestras de productos me ofreció un pedazo de loncha de tocino precocinada afirmando que era sin gluten. Lo único que me hizo contenerme para no arrebatarle la loncha y darle con ella de bofetadas en la cara fue que la pobre era una mandada y probablemente repetía las sandeces que le habían obligado a decir para promocionar el producto.   

En mi modesta y poco fundada opinión, esta intolerancia es un claro síntoma de los males que nos aquejan en estos tiempos. Si os fijáis, en cuestiones de comida (que son las más importantes de todas las cuestiones), hemos llegado a un punto en el que la gente se define más por lo que NO come que por lo que come.«Yo soy vegetariano, no como carne ni pescado». Vale. Puedo entenderlo. Por una gran cantidad de razones medioambientales, y éticas, entre otras. «Yo soy vegano. No consumo ningún producto de origen animal, ni miel, porque es un producto de la explotación apícola». Vaaale. «Yo como paleo, limito al máximo los cereales y todos los glúcidos, y solo como la carne ecológica que he cazado yo mismo golpeándola con una quijada de tigre. Ajem. «Yo soy crudivegano (porque calentar las verduras altera su aura), locavoro (solo como productos de la agricultura local), intolerante al gluten y solo compro cosas de agricultura orgánica». Aarrgh. La lista de lo que puedes comer empieza a ser angustiosamente corta, e inversamente proporcional a la lista de la gente a la que puedes irritar cuando te invita a cenar a su casa. 

La cosa ha llegado a un punto que una buena amiga que da cursos de cocina de vez en cuando, me comenta que empieza a ser imposible, con toda la gente que se matricula con restricciones alimentarias a cual más variopinta. En plan... «quiero aprender a hacer una paella sin sal, sin alimentos de origen animal -es posible-, sin cebolla, sin ajo, sin tomates, sin arroz...». Un día supe que la decadencia de Occidente está llegando a su apogeo cuando en la sección de cocina de mi librería favorita de Montreal, vi un libro de cocina paleo... para perros. No me lo invento. Si pongo más los ojos en blanco me dan dos vueltas completas dentro de las órbitas. Sabes que el mundo se va a la mierda cuando la gente decide aplicar a su perro la misma dieta absurda que siguen ellos, y cuando Trump gana las elecciones. Lo cual me lleva al tema central de este post (sí, tiene un tema central, aunque no lo parezca, concentraos, coño): la intolerancia. Y el retorno. No el mío, el mío da igual. El retorno de la intolerancia, si es que alguna vez se fue de verdad. 

Si lo que comemos (o lo que no) es sintomático de los tiempos que vivimos, entonces estamos claramente jodidos. Porque en Canadá comemos (bueno, yo muy poca) carne clorada, en todo Occidente hacemos necedades con aguacates (que me encantan) solo porque están de moda aunque no sean un cultivo sostenible a gran escala, nos ponemos malos con dietas absurdas (yo es ver un hashtag #cleaneating o #detox y poner pies en polvorosa), y mientras, en otra dimensión, 795 millones de personas no pierden el tiempo en esas chorradas, porque, bueno, solo poder comer, lo que sea, ya molaría. Nosotros aquí, compitiendo por ver quién come menos cosas, y una buena parte de la humanidad muriéndose (literalmente) por comer algo. Eso sí que es inmoral, y no los vestidos de la Pedroche (esos son solo ilógicos) y creedme, no soy muy dada a usar esa palabra.

El hecho de que cada vez más gente que sigue estas modas se declare «intolerante» al alimento maligno en cuestión (el trigo, los cereales en general, los carbohidratos, los lácteos, qué sé yo) para legitimar su restricción autoimpuesta, es un riesgo añadido para la gente que tiene que vivir con alergias e intolerancias alimentarias no imaginarias, ya que produce un efecto de cansancio que hace que por ejemplo, en los restaurantes, se tome menos en serio a una persona que necesita una información precisa sobre lo que contiene su comida. Porque puede terminar en el hospital. 

No me sorprende, en esta época en la que pasearte por la sección de comentarios de cualquier artículo de periódico hace que pienses que solo un Armagedón de fuego y meteoritos explosivos podrá enderezar esto. En esta época de intolerancia generalizada, en la que los racistas, fascistas, xenófobos, misóginos, homófobos y fundamentalistas religiosos se están desacomplejando y salen a la luz correteando afanados por todas partes como las cucarachas a las que sorprendes en la cocina al darle al interruptor. Intolerancia a los musulmanes (y a los inmigrantes en general), a las feministas (y a cualquier mujer que decida afirmarse), a la gente que piensa que un niño no siempre tiene pene y una niña no siempre tiene vagina, a los que creen que nuestros representantes políticos deberían servirnos a nosotros y al bien común y no servirse ellos y apilar privadamente bienes comunes. Y mira que detesto la palabra «intolerancia», porque, ¿cuál es la alternativa? ¿La tolerancia? La tolerancia no es suficiente. Yo tolero, arrugando mucho la nariz, cosas que me cuesta soportar pero que tienen derecho a existir: el olor de la Chica cuando ha tenido un encontronazo con una mofeta, los nacionalismos (aunque ahora mismo a los catalanes los entiendo bastante), la comida que cocina mi cuñada quebequesa. Pero tolerar no es suficiente. Lo difícil es dar un paso más, e intentar la aceptación. Ese músculo también se desarrolla, basta con exponerse a la diferencia a menudo.  Ya veréis, no duele. Salvo si es uno de los pasteles de carne de mi cuñada. Entonces sí. Pero para eso están los antiácidos. Si tan solo existieran las pastillas antifacha...


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Si habéis llegado leyendo hasta aquí, merecéis una receta. No insistiré mucho en lo que no tiene (no lleva harina de trigo, ni huevos, qué coincidencia ;-), sino en lo que sí contiene, un montón de cosas ricas. Es una receta para la vuelta al cole, para remplazar esas barritas de cereales llenas de azúcar que les dan a los críos por algo más consistente e infinitamente más rico. La receta no es un invento mío, es una versión casera y menos malvada de un producto que se vende en Costco y que me encanta: los Aussie Bites (bocaditos australianos, vaya). Como imitación, me han quedado de superar el original. Vamos, que están de probar uno y dejar de creer en dios (atención, estos bocaditos no son aptos para los intolerantes al ateísmo). Porque quién quiere ser modesto cuando en el fondo sigue siendo un poco de Bilbao. 
























BOCADITOS DE VUELTA AL COLE (AUSSIE BITES)

INGREDIENTES

  • 1 taza de avena instantánea para gachas
  • 3/4 de taza de harina de avena integral (o utilizar la avena ya mencionada molida)
  • 1/4 de taza de semillas de chia molidas (al primero que hable de súper alimentos en los comentarios, lo acogoto con una barra de pan sin gluten) mezcladas con 2 cucharadas soperas de agua (sirve de sustituto al huevo)
  • 1/4 de taza de azúcar
  • 1/4 de taza de albaricoques secos
  • 1/4 de taza de pasas (de Corinto mejor)
  • 1/4 de taza de semillas de girasol (sin tostar y sin sal, preferible)
  • 1/4 de taza de coco rallado
  • 1/4 de taza de quinoa (cocida previamente, y lo mismo que con la chia, si créeis que de verdad existen los súper alimentos, los Reyes Magos y los políticos honrados, no vengáis a dar la tabarra con ello)
  • 2 cucharadas soperas de semillas de chia enteras
  • 1/4 de taza de miel
  • 1/4 de cucharada de té de bicarbonato 
  • 1/4 de cucharada de té de sal
  • 1/4 de taza de mantequilla fundida (remplazar por más aceite si queréis una receta vegana, pero recordad que no estáis obligados a decírselo a todo el mundo)
  • 1/4 de taza de aceite de colza o de girasol
  • 1/2 cucharada de té de extracto natural de vainilla


ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 185º. Aceitar (yo uso aceite de coco, le da un toque de sabor particular) dos bandejas de moldes de mini muffins (da para unos 24 bocaditos mini, una docena en tamaño madalena grande). 

Triturar en pedacitos en el robot de cocina los albaricoques secos. Reservar. Moler en el robot 1 taza de la avena para gachas. Pulsar hasta que la avena esté bastante pulverizada, con consistencia de harina gruesa.

Añadir los 3/4 de harina de avena o el resto de la avena para gachas, el azúcar, los albaricoques triturados, las pasas, las semillas de girasol, el coco rallado, las semillas de chia, la sal y el bicarbonato. Darle unos viajes hasta que las pasas estén picadas en pedacitos. 

Incorporar el aceite de colza, la mantequilla fundida, la miel (más fácil de verter si el medidor está pringado del aceite medido previamente), la quinoa cocida y el extracto de vainilla. Darle al robot un poco más hasta que todo esté mezclado, pero no demasiado. La idea no es hacer un puré liso. 

Llenar los moldes hasta la mitad, presionando la masa con dedos untados de aceite. Estos bocaditos no son de textura esponjosa, no esperéis que «suban» como un bizcocho. La consistencia es realmente de barra de cereales, compacta pero jugosa. 

Hornear a 180º unos 12 o 13 minutos, hasta que los bordes estén dorados. sacar del horno y dejar enfriar en los moldes. Esperar a que hayan enfriado del todo antes de desmoldar. Se conservan en un recipiente herético :-) fuera del frigo, unos diez días dependiendo del calor que haga. Los hacéis con vuestros hijos como excusa, que lo sé. No os los comáis todos. Pillines.