sábado, 24 de diciembre de 2011

martes, 20 de diciembre de 2011

Vuelta a casa por Navidad: pasteles de lava nevados

Hija Ingrata vuelve a casa por Navidad.

No. Corrijo. Hija Ingrata vuelve a casa de su Santa Madre por Navidad. Aunque esta casa de su infancia, en esta ciudad vagamente pesadillesca, en este país natal, le sea familiar, ya no es exactamente su casa, su ciudad, su país. Hija Ingrata barrunta que hace ya tiempo que ha pasado el punto de inflexión del inmigrante, el ecuador en el que el país de origen se vuelve a un tiempo un lugar muy familiar y sumamente extranjero. Hija Ingrata supone que esto es lo que les ocurre a todos los que un día abandonan lo conocido y se van a otro sitio, a ver si están. Ella se da cuenta de que a estas alturas, está más en Canadá. Y de que ya es oficialmente guiri. Aunque le encanta volver a ver y abrazar a Estoico Hermano, Sobrino Espitoso (cuyo nombre ya no es nada apropiado), Bebé Brutita, Recia Cuñada, Santa Madre y a todos sus amigos, los viejos y los nuevos.

Si Hija Ingrata tuviera que describir su visita navideña con referencias cinematográficas, diría que es una mezcla, a partes iguales, de "Home for the Holidays", "High School Reunion", "La grande bouffe" y "Terror en el frenopático", todo ello dirigido por Alex de la Iglesia.

Monsieur M. la sigue de buen talante, paciente, ligeramente aturdido por el exceso de ruido, el castellano rapidísimo de los vascos, la densidad de población y la exuberancia nacional, encantado por los pintxos y desconcertado por la falta total de lógica de las conversaciones familiares. Él sonríe, escucha, come todo lo que le ponen por delante (que es mucho), bebe vino y juega con los sobrinos.

Hija Ingrata respira hondo, se mantiene cuidadosamente alejada de la cocina salvo para fregar los platos (Santa Madre defiende su territorio con uñas y dientes), sonríe, intenta seguir las conversaciones, repite que NO, no ha adelgazado, y que NO, no quiere tener niños a todo el que se lo pregunta (una gran cantidad de personas, muchas de ellas prácticamente desconocidas, pero con un extraño interés en su vida reproductiva) y en general intenta asumir que es normal que esta vuelta a casa por Navidad no se parezca en absoluto a un puto anuncio del Almendro. De vez en cuando siente la necesidad de colocarse con drogas duras, pero no es muy a menudo, y siempre puede darse al Freixenet.

Hija Ingrata constata además que en apenas dos semanas de entrañable visita familiar: a) le sale un acné nada juvenil (probablemente todos esos pintxos) b) engorda (probablemente todos esos pintxos) c) la ropa no se seca en esta Euskadi húmeda, así que termina poniéndose el pantalón de chándal que abandonó en su cuarto hace doce años d) todos los antiguos compañeros de colegio con los que se encuentra le repiten con fervor: "estás igual, de verdad, estás igual". Cuando Hija Ingrata contempla las fotos de las fases más repulsivas de su adolescencia que Santa Madre exhibe orgullosa por TODA la casa, no sabe si tomarse ese "estás igual" como un cumplido o galopar al salón de estética más cercano. En los momentos bajos Hija Ingrata suplica que alguien la saque rápidamente de aquí y la lleve al aeropuerto, o se le perderán las lentillas y acabará teniendo que llevar esas gafas de montura dorada que llevaba a los catorce. Y de ahí al suicidio no queda mucho.

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Estampa navideña. Interior, noche. En la cocina vasquísima de Santa Madre (calendario del equipo de remo local, estampitas de la Virgen de Begoña por doquier, pimientos choriceros decorando la puerta de un armario). Monsieur M. mira con ojos desorbitados el despliegue de platos que Santa Madre llama "una cenita ligera".

Santa Madre: -"Hala, hala, comed. Que no habéis comido nada. Y mañana estoy invadida de sobras."

Hija Ingrata, soltándose el botón de los vaqueros (vaqueros que le quedaban más bien holgados al bajar del avión): -"No puedo más. De verdad. Teniendo en cuenta que el ejercicio más violento que hemos hecho hoy es quedar en el bar con unos amigos, no tenemos mucha hambre." Por no mencionar que ayer Estoico Hermano y su cuadrilla de amigotes nos llevaron a Monsieur M. y a mí de alubiada ritual. Fue talmente como una viñeta sacada de "Astérix en Bélgica". Monsieur M. estuvo muy integrado (cuatro platos, el muchacho, CUATRO), casi le conceden la ciudadanía honorífica. Si una digestión puede producir un paro cardiaco, ciertamente fue la de ayer. Y cuando los terminó, a juzgar por las palmadas satisfechas de hombros que recibió, casi se esperaba que le hicieran un tatuaje en la frente, como en las tribus de Papuasia. Aún estábamos reponiéndonos de la experiencia.

Pero Santa Madre, criada en una familia numerosa en plena posguerra y condicionada desde su más tierna infancia a demostrar amor alimentando al prójimo y ejerciendo lo que he dado en llamar hospitalidad agresiva, no entiende conceptos como "no tener hambre", tan exóticos para ella como la hipótesis del agujero de gusano de Schwarzschild.

Santa Madre: -"Dejar tanta comida es un pecado. Con la cantidad de gente que pasa hambre en el mundo", espeta, empujando en mi dirección un plato de garbanzos.

Hija Ingrata masculla, pasándole el plato a Monsieur M., que lo mira con algo que podría ser desesperación. O pánico. -"Eso es porque no los han enviado a esta casa. Estoy segura de que pondrías remedio al problema rápidamente." Dice, más alto: -"Ehm, ajem, quizá es porque ya hemos comido unos entrantes, ensalada, sopa, primer plato, segundo plato, tercer plato, éste sería el cuarto plato, (si llevo bien la cuenta, porque con esta digestión laboriosa empieza a faltarme el riego al cerebro) y sospecho que habrá postre, ¿verdad?"

Santa Madre, orgullosa: -"Unas natillas caseras riquísimas, hija. Y fruta del tiempo, claro."

Hija Ingrata, mirándola fijamente, con incredulidad: -"Eso son DOS postres, mamá."

Santa Madre, que en suma es un ser bastante asombroso, con cara de extrañeza: -"Pero la fruta ALIGERA el estómago, hija. Eso lo sabe todo el mundo." Volviendo la cabeza a Monsieur M., y levantando mucho la voz, algo que está convencida de que mejora su comprensión del castellano: -"UY, TE VOY A SACAR UN JAMONCITO DE PALETILLA QUE TE VA A ENCANTAR, ¡SE COME SIN HAMBRE!"

Los dos nos miramos, mudos. Y pensamos que aún tenemos que sobrevivir a la Nochebuena.


























PASTELES DE LAVA NEVADOS (HOMENAJE A EL HIERRO)

(Con múltiples besos para mis amigos canarios)

Nevados por fuera, calentitos y tiernos por dentro. Estos pasteles son facilísimos de preparar y dan un resultado lujurioso y espectacular. Llevan relativamente pocos ingredientes y se mezclan a mano con muy poco esfuerzo y ensuciando un mínimo de cacharrería, algo muy de apreciar en estas fechas en las que la cocina parece un campo de batalla.

INGREDIENTES
  • 120 gramos de buen chocolate de repostería, 70% de cacao (4 cuadrados de Baker's Premium negro, para los que viven al lado americano del charco, o Ghirardelli, que también está muy bien), cortado groseramente en pedazos. Me dice una lectora que el chocolate Valor negro a la naranja que venden en España también funciona bien (gracias, Miércoles)
  • 1/2 taza de mantequilla cortada en pedazos (ojito: he dicho mantequilla, no margarina, en estas fechas vamos a dejarnos de tonterías)
  • 1 taza de azúcar glas
  • 2 huevos, a temperatura ambiente
  • 2 yemas de huevo, a temperatura ambiente
  • 6 cucharadas soperas de harina, tamizada
      Para la presentación:
  • 1 cucharada de té de azúcar glas
  • 12 frambuesas, moras, grosellas o cualquier otra fruta (granada, gajos de mandarina, de naranja...) para decorar
  • si os sentís sibaritas, podéis diluir un poco de mermelada de frambuesa con una gotita de Cointreau (o de zumo de naranja), y hacer artísticos chorreoncillos en el plato que darán a vuestro postre un toque muy de restaurante pijo-molecular (preparadlo de antemano, hay que servir los pasteles en caliente)
ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 220°C. Enmantequillar cuatro moldes de mini-soufflé (o ramequines). Colocarlos en una bandeja para horno.

En el microondas, fundir el chocolate y la mantequilla troceados (más o menos un minuto al máximo). Batir manualmente con unas varillas hasta que la mezcla sea homogénea, brillante y untuosa. Añadir la taza de azúcar glas progresivamente, tamizándola. Mezclar bien. Incorporar uno a uno los huevos y las yemas, sin parar de batir. Por último, añadir la harina tamizada. Seguir batiendo hasta que la mezcla no tenga grumos. Verter en los moldes.

Hornear de 12 a 13 minutos, dependiendo del horno (tiene que estar bien caliente). La parte superior de los pasteles debería estar hecha al tacto, pero el centro tiene que ceder, prueba de que el corazón del pastel aún está fundente y delicioso. (Aviso: si pensáis servir estos pasteles en una ocasión especial o cena navideña, os sugiero que preparéis uno de prueba antes. En este caso el punto de cocción correcto es lo que hace que este postre sea bastante maravilloso :-), así que probar cuánto tiempo lleva obtenerlo con vuestro horno es crucial). Dejar reposar apenas un minuto, pasar un cuchillo por los bordes y desmoldar con brío en platos de postre. Sacudir la cucharada de azúcar glas con un colador o un tamiz (para el efecto "nevado") y decorar con la fruta. Servir en caliente ("rápido" es la palabra clave).

Cortar el primero por la mitad delante de los invitados, y dejar que la erupción de chocolate deliciosamente fundido que brotará del pastel haga su efecto. Nunca habréis hecho pecar tanto con la ropa puesta y tan poco trabajo.

(Nota: Para una variante más navideña, podéis perfumar el chocolate con un poco de canela, o de cardamomo, o incluso con unas gotas de esencia de menta... si servís los pasteles después de las ocho :-)


viernes, 2 de diciembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 7): Fudge fatal de las hermanas Redpath

Cuando ya había llenado casi por completo el envase de plástico de arándanos y algunas moras tardías, escuché el ruido, familiar para una urbanita, de maquinaria pesada.  Nathan levantó bruscamente la cabeza en dirección al sonido, lanzó al suelo las tijeras de podar que estaba utilizando para cortar las ramas más grandes que cegaban el camino, y salió disparado como una flecha. La actitud cambiante y extraña del jardinero normalmente me habría provocado cierta prevención, pero al verlo coger el azadón sin prácticamente ralentizar el paso, con un aire decidido y ceñudo, la inquietud y la curiosidad me pudieron. Dejé el recipiente en el suelo y lo seguí al paso más rápido que me permitían las piernas.

Seguimos el sendero que marcaba el linde de la propiedad del profesor Lesage con la de su vecino. El sendero ascendía suavemente, y el ruido se hacía más fuerte a medida que avanzábamos. Sonaba como una excavadora. Nathan murmuraba algo ininteligible entre dientes, con un tono claramente furioso. Distinguí alguna sílaba suelta, que me permitió identificar lo que estaba mascullando como una retahíla de injurias. Algunas, las más sonoras, me eran totalmente desconocidas. Tomé nota mentalmente de preguntarle a Monsieur M. su significado. El profesor no era la persona adecuada para ese tipo de investigación lingüística.   

Llegamos a un claro en el que estaba trabajando una excavadora, observada con atención por dos hombres que se mantenían a distancia segura: el más joven tenía unos sesenta años y gozaba de una evidente buena forma f­isica. Tan sólo un atisbo de barriga delataba una afición por la buena mesa. Llevaba el pelo, aún abundante, más bien largo y repeinado hacia atrás cuidadosamente, poniendo de relieve la diferencia de color entre las sienes, gris acero, y el centro del tupé, de un moreno casi negro. La barba, bastante tupida, mostraba las mismas diferencias de color. Una boca casi exageradamente carnosa y de gesto cruel con marcada tendencia a la sensualidad. Las gafas, sobre la nariz aquilina, eran de montura de pasta negra, de un diseño reciente y probablemente caro. Su ropa (un jersey negro de cuello alto y una chaqueta deportiva) aunque informal, revelaba la vida profesional pasada de este hombre, hoy probablemente jubilado: era un abogado o un médico. "El doctor Bergeron, supongo", pensé, a juzgar por la mirada de franco odio que le estaba dirigiendo Nathan, las manos apretando el azadón con una fuerza que hacía que los nudillos le palidecieran.

Bergeron, ajeno a la furia de mi acompañante, estaba enfrascado en una conversación con otro hombre mucho más mayor y mucho más alto: claramente en los ochenta y bastantes, con el pelo ralo y muy corto, casi rapado, de un blanco ceniza amarillento, un cuerpo casi filiforme, flaco, apenas encorvado a pesar de su edad, del que colgaba informe la ropa, los pómulos sobresalían de forma aguda de su rostro descarnado. El anciano tenía la tez muy pálida y salpicada de manchas de vejez, la boca curiosamente ancha y de labios finos, los ojos de un azul glacial, rematados con pestañas y coronados de cejas de la misma palidez albina que el escaso pelo que le quedaba. No daba la impresión de ser uno de esos dulces abuelitos que dan conversación a los desconocidos en las paradas de autobús. El hombre alto señalaba con determinación la zona en la que estaba trabajando la excavadora. Bergeron (ahora estaba segura de que era él, uno de los numerosos insultos que aún escupía Nathan entre dientes llevaba su nombre) le escuchaba, concentrado, y de vez en cuando parecía hacerle una pregunta.

Ninguno de los dos parecía habernos visto venir, y oírnos era imposible estando tan cerca de la máquina. Cuando empezaba a preocuparme sobre lo que tendría que hacer si estallaba una pelea, afortunadamente Nathan pareció perder una parte de su impulso. Mi movimiento instintivo de agarrarle el antebrazo para pararlo frenó por sí mismo, y sin darme cuenta me quedé con una mano apoyada en el brazo en el que llevaba el azadón, brazo que bajó un poco, hasta apoyar la herramienta en la tierra. Me di cuenta de la razón. Bergeron nos había visto. Alzó la mano enguantada con un elegante guante de cuero negro, haciendo señas al conductor de la excavadora de que parara. En el silencio que siguió nos echó una mirada fría, desprovista de curiosidad y casi totalmente de expresión. El único vestigio de emoción que parecía dejar traslucir era un ligero desagrado, como si le hubiera llegado un relente de algo que huele mal. Nadie se saludó, ni hizo ningún movimiento para acercarse al territorio del otro. Viva la buena vecindad, pensé. Casi seguro que estos dos no se llevan cookies a la puerta de casa. El viejo espantapájaros (no era un calificativo muy amable, pero era en lo que me hacía pensar) se limitó a contemplar la escena, vagamente indiferente. A mí me hubiera gustado poder tomar esa distancia, pero no podía evitar sentir que si retiraba la mano del brazo de Nathan, a la mínima provocación se lanzaría contra el vecino a alegres golpes de azada. Su madre no necesitaba un hijo en la cárcel. Le agarré la muñeca con cierta firmeza, pero él no pareció darse cuenta de mi presencia.

Nathan rompió el silencio, con un ligero quiebro de voz que delataba una cierta inseguridad ante la frialdad del hombre frente a él, e increpó: -"¡EY! ¡Bergeron! ¿Qué demonios está haciendo? " Noté la marcada ausencia del monsieur de rigor en esas situaciones. Bergeron también la notó, y su expresión se endureció.

-"Lo que esté haciendo en ningún caso es asunto tuyo, chaval."

-"Lo es, si está excavando en la tierra del profesor Lesage."

-"Si en lugar de meter las narices en asuntos ajenos te dedicaras a trabajar, probablemente sabrías que la tierra de Lesage se termina aquí. Esta parte del terreno es mía. Estoy excavando para hacer un estanque artificial. Todo ello siguiendo los sabios consejos de Fritz, experto paisajista retirado, que ha accedido amablemente a hacer una excepción y trabajar para mí en este proyecto." Hizo un ademán señalando al anciano. -"A diferencia de tí, Fritz tiene una gran experiencia y habilidad en el diseño de jardines. El músculo se puede pagar barato, pero el cerebro es lo que cuenta. Hala, sigue limpiando estiércol de caballo y déjanos concentrarnos." Y sin dedicarnos ni una mirada más, nos despidió de un gesto altanero. Estaba claro que Nathan tenía que mejorar sus dotes de relaciones públicas, pero el doctor Bergeron no me inspiró lo que se dice una simpatía instantánea. Yo tampoco correría a llevarle muffins.

Tiré suavemente del brazo de Nathan, dando la vuelta. Volvimos a los arbustos de arándanos lentamente, Nathan encerrado en sus pensamientos y aún visiblemente enfadado, yo en un respetuoso silencio. Recogí el recipiente del suelo. Alcé la vista y lo miré a la cara, intentando leer su expresión. Él se dio cuenta y esbozó una tentativa de sonrisa. -"Lo siento." Se disculpó. -"Ese hombre me ataca los nervios. Es una historia muy larga. Y muy poco interesante para tí." Cuando hice ademán de objetar, me cortó: -"La noche está empezando a caer. Es mejor que no andes por el bosque con alguien tan irascible y poco recomendable como yo." Me di cuenta de que para él era todo un esfuerzo bromear, algo que no contribuyó a borrar el tinte inquietante de la broma. Me estremecí ligeramente, incómoda.

-"Empiezo a tener frío. Vamos, si no queremos que los arándanos terminen congelados", dije.

Nathan intentó seguir bromeando durante el camino, y cuando empezó a contarme anécdotas sobre el profesor Lesage consiguió que el incidente del claro empezara a quedar lejano. -"Es un hombre excepcional", dijo, con visible afecto. -"Y se ha portado muy bien conmigo. Aunque en un principio lo detesté."

-"¿Ah, sí?" Probé, con ligereza deliberada.

-"A-já." Asintió Nathan, mostrándome su espléndido perfil mirando hacia la casa, que ya se podía ver entre el arbolado y que parecía gris a causa del crepúsculo. La luz índigo empezaba a teñir el bosque conlindante de tonos monocromos. -"Lo conocí cuando vine a pedirle que me sirviera de aval para una beca que era mi última esperanza de terminar medicina. Me dijo -muy educadamente, es un caballero ante todo- que aunque le hubiera gustado de verdad ayudarme, no podía avalarme sin cargo de conciencia, ya que nunca había sido mi profesor ni había trabajado para él, que no me conocía en absoluto en el plano académico. Ya sabes cómo es."

-"Sí", respondí, seria, -"para él la integridad académica es sagrada. No me sorprende su respuesta. No habría avalado ni a su mejor amigo."

-"Cuando se lo pedí era mi último recurso, sabía que cualquier profesor decente tendría serias objeciones. De todas maneras, poco después mi madre se, eh, puso peor y tuvo que dejar el hospital y volverse a la casa familiar. Y él profesor nos ha echado una mano: podría haber contratado a un jardinero de verdad, y en lugar de eso me contrató a mí."  Sonrisa de medio lado.

La duda momentánea de su frase no se me había pasado por alto. Imaginé varias cosas, entre ellas que su madre estaba internada en un hospital psiquiátrico. A menudo es motivo de vergüenza. -"Uhm, si tu madre empeoró, ¿fue buena idea que dejara el hospital?"

Nathan me miró un momento, sin entender. Habíamos llegado al porche trasero y nos acercábamos a la puerta de la cocina.

-"¡Ah! ¡Ya entiendo! ¡No! Mi madre no estaba en un hospital como paciente, ella es enfermera. Llevo la profesión médica en la sangre." La sonrisa con la que dijo esto último de repente se le quedó como helada en el rostro. Cansada, aterida por la humedad y sin energía para soportar otro viaje en la montaña rusa emocional de mi nuevo y guapo amigo, le toqué suavemente el brazo para sacarlo de su ensimismamiento. Nathan enfocó de nuevo la mirada en mi cara.

-"He tenido un día muy largo. Y mañana tengo que seguir provocando el caos en la biblioteca de ese cher professeur", dije.

Él sonrió. Es increíble lo radiante que puede ser una cara de facciones regulares, cuando tiene la tez apropiada y el grado justo de dureza mezclada con vulnerabilidad. Suspiro mental. Tengo que intentar de nuevo llamar a Monsieur M. Tengo un marido. Lejos, e incomunicado, pero un marido. Guapo, grande, fuerte y que se ocupa de la plancha. Zen, y sin cambios de humor bruscos.

-"Pero si trabajas mañana, pásate al final de la jornada, a eso de las cuatro, te prometo un té con muffins", añadí, dando unos cuantos guantazos mentales a mi conciencia.

-"Ah, sí, los famosos muffins de maíz. Ardo en deseos de probarlos", dijo, juguetón, mirándome a los ojos, casi al mismo nivel que los suyos porque yo ya había subido tres escalones del porche y él aún estaba en la hierba. Sostuve su mirada y la proximidad de su cara me produjo un ligero vértigo. -"Estoy contento de haberte conocido. En este pueblo no tenemos muchas oportunidades de conocer a gente nueva, sobre todo gente nueva interesante y simpática." Sonrisa encantadora. Sin aliento, no respondí. Nathan se inclinó y me besó la mejilla dulcemente, un beso muy suave y ligero, como el roce de una pluma. Después se volvió, con las herramientas aún en la mano, y se dirigió al granero. Me quedé mirándolo alejarse con ojos vidriosos mientras la mejilla me ardía. Exhalando un enorme suspiro, entré en la cocina tropezando con el rodapié de la puerta y deposité el recipiente de bayas encima de la mesa. Sentadas en torno a ella estaban dos mujeres desconocidas y de aspecto peculiar, mirándome con atención.

La más bajita y regordeta dijo, con expresión comprensiva: -"Así que has conocido al adonis local, ¿eh?"

La otra, alta y larguirucha, me alargó un plato sin mucha ceremonia y espetó: -"Come un poco de fudge. Necesitas azúcar."

Éste parecía ser mi día de encuentros. Nathan, el doctor Bergeron y ahora las hermanas Redpath. No podía tratarse de nadie más. Aún un poco deslumbrada, me senté a la mesa sin decir nada y me metí un pedazo de fudge en la boca.

(CONTINUARÁ... DESPUÉS DE LAS VACACIONES DE NAVIDAD)

El sucre à la crème o maple fudge para los quebequeses anglófonos es el postre quebequés por excelencia. A la vez simple y complejo, es el típico dulce que las abuelas de Quebec preparan con amor y regalan en Navidad. Es una especie de toffee, pero no el pegajoso succionador de empastes que conocemos en España, sino un dulce aterciopelado y cremoso, con matices sorprendentemente complejos para algo elaborado con tan pocos ingredientes.  Y muy... dulce. Básicamente es un caramelo a punto de bola flojo, al que se le añaden la nata y un aroma. Aprender a prepararlo me costó infinitas tentativas fallidas (obtenía como resultado un caramelo semilíquido que, si bien estaba delicioso como salsa para acompañar frutas y helado, no tenía la textura sólida deseada) hasta que finalmente me senté con un libro de química repostera y comprendí que cuando se trabaja con azúcar, es necesario un termómetro para confitería, y seguir las instrucciones de la receta como si fueran un evangelio. Os aconsejo que os hagáis con uno (un termómetro, no un evangelio): son baratos y hacen que cocinar la mayor parte de fudges y caramelos sea un juego de niños.

FUDGE FATAL DE LAS HERMANAS REDPATH
(SUCRE À LA CRÈME TRADICIONAL DE QUÉBEC)

Para unos 50 cubos. (Cortadlos más bien pequeños, el dulzor extremo ¡y delicioso! de este postre no empalaga si se toma en dosis homeopáticas.)

INGREDIENTES
  • 1 taza (250 ml.) de nata líquida de 35% de materia grasa.
  • 1 taza (250 ml.) de azúcar blanco
  • 1 taza y 1/2 (375 ml.) de azúcar moreno
  • 1 buena pizca de sal
  • 1 cucharada de té (5 ml.) de extracto de vainilla natural (o de arce, para los que viven cerquita y que quieran hacer la versión patriótica)
  • Nueces (opcional)

ELABORACIÓN

Cubrir un molde cuadrado (de brownies) de unos 20 cm. de lado (una fuente de pyrex puede servir) con dos tiras cruzadas de papel pergamino para hornear, que cubran el molde y sobresalgan un poco por los lados. Enmantequillar a conciencia.

En un cazo, poner a hervir la nata, el azúcar, el azúcar moreno y la sal, revolviendo bien hasta disolver el azúcar por completo (el azúcar se habrá disuelto cuando ya no sintáis esa textura granulosa rascar contra el fondo del cazo). De vez en cuando, limpiar las paredes del cazo de restos de azúcar cristalizado con una brocha o un trapo mojado. Una vez el azúcar disuelto, cuando la mezcla haya empezado a borbotear, meter un termómetro de confitería en el centro del cazo (para fijarlo, poned un cucharón o espátula de través, y atad el termómetro con cordel de cocina o cinta adhesiva), y dejar hervir a fuego medio-bajo sin remover, hasta que el termómetro indique 114ºC (116º si preferís un resultado más consistente). Retirar del fuego y añadir el extracto de vainilla (si lo añadís durante la cocción, perdería todo su aroma).

Meter el cazo -con termómetro y todo- en el fregadero lleno de agua fría (no muy lleno, para que el agua no entre en el caramelo), y deja que se enfríe, sin remover, vigilando el termómetro hasta que la temperatura haya bajado y marque entre 43º y 50º (una media hora de espera).

Sacar el cazo del agua. Ahora empieza la única parte de la receta en la que hay que trabajar un poco. Con una cuchara de madera, remover vigorosamente (depende de vuestros músculos, cuando el caramelo empiece a cobrar consistencia quizá necesitéis relevo). La manera de saber que el fudge está listo es cuando la mezcla haya perdido el brillo y se vuelva mate y espesa pero aún sea flexible. Entre 5 y 10 minutos, más o menos, con brazos gráciles y femeninos. 4 minutos con brazacos de Monsieur M.

En esta fase hay que darse prisa, o el fudge va a "fraguaros" en el cazo y la váis a liar: verter con arte en el molde previamente enmantequillado, y alisar artísticamente con una espátula de silicona. Cubrir de papel de pergamino y alisar de nuevo. Dejar enfriar una hora a temperatura ambiente y después meter en el frigorífico. Cuando haya solidificado (el resultado no es duro como un caramelo clásico, recordad, es un toffee) retirar con cuidado el papel que lo cubre y corta en cuadraditos de unos dos centímetros y medio.

Conservar en un recipiente hermético. Este dulce delicioso y suave se congela muy bien, podéis prepararlo con antelación para regalar en Navidad. No me enviéis las facturas del dentista.

(Si queréis hacer la versión con nueces, picarlas, tostarlas un poco previamente en una sartén y añadirlas justo antes de poneros a remover.)