sábado, 24 de diciembre de 2011

martes, 20 de diciembre de 2011

Vuelta a casa por Navidad: pasteles de lava nevados

Hija Ingrata vuelve a casa por Navidad.

No. Corrijo. Hija Ingrata vuelve a casa de su Santa Madre por Navidad. Aunque esta casa de su infancia, en esta ciudad vagamente pesadillesca, en este país natal, le sea familiar, ya no es exactamente su casa, su ciudad, su país. Hija Ingrata barrunta que hace ya tiempo que ha pasado el punto de inflexión del inmigrante, el ecuador en el que el país de origen se vuelve a un tiempo un lugar muy familiar y sumamente extranjero. Hija Ingrata supone que esto es lo que les ocurre a todos los que un día abandonan lo conocido y se van a otro sitio, a ver si están. Ella se da cuenta de que a estas alturas, está más en Canadá. Y de que ya es oficialmente guiri. Aunque le encanta volver a ver y abrazar a Estoico Hermano, Sobrino Espitoso (cuyo nombre ya no es nada apropiado), Bebé Brutita, Recia Cuñada, Santa Madre y a todos sus amigos, los viejos y los nuevos.

Si Hija Ingrata tuviera que describir su visita navideña con referencias cinematográficas, diría que es una mezcla, a partes iguales, de "Home for the Holidays", "High School Reunion", "La grande bouffe" y "Terror en el frenopático", todo ello dirigido por Alex de la Iglesia.

Monsieur M. la sigue de buen talante, paciente, ligeramente aturdido por el exceso de ruido, el castellano rapidísimo de los vascos, la densidad de población y la exuberancia nacional, encantado por los pintxos y desconcertado por la falta total de lógica de las conversaciones familiares. Él sonríe, escucha, come todo lo que le ponen por delante (que es mucho), bebe vino y juega con los sobrinos.

Hija Ingrata respira hondo, se mantiene cuidadosamente alejada de la cocina salvo para fregar los platos (Santa Madre defiende su territorio con uñas y dientes), sonríe, intenta seguir las conversaciones, repite que NO, no ha adelgazado, y que NO, no quiere tener niños a todo el que se lo pregunta (una gran cantidad de personas, muchas de ellas prácticamente desconocidas, pero con un extraño interés en su vida reproductiva) y en general intenta asumir que es normal que esta vuelta a casa por Navidad no se parezca en absoluto a un puto anuncio del Almendro. De vez en cuando siente la necesidad de colocarse con drogas duras, pero no es muy a menudo, y siempre puede darse al Freixenet.

Hija Ingrata constata además que en apenas dos semanas de entrañable visita familiar: a) le sale un acné nada juvenil (probablemente todos esos pintxos) b) engorda (probablemente todos esos pintxos) c) la ropa no se seca en esta Euskadi húmeda, así que termina poniéndose el pantalón de chándal que abandonó en su cuarto hace doce años d) todos los antiguos compañeros de colegio con los que se encuentra le repiten con fervor: "estás igual, de verdad, estás igual". Cuando Hija Ingrata contempla las fotos de las fases más repulsivas de su adolescencia que Santa Madre exhibe orgullosa por TODA la casa, no sabe si tomarse ese "estás igual" como un cumplido o galopar al salón de estética más cercano. En los momentos bajos Hija Ingrata suplica que alguien la saque rápidamente de aquí y la lleve al aeropuerto, o se le perderán las lentillas y acabará teniendo que llevar esas gafas de montura dorada que llevaba a los catorce. Y de ahí al suicidio no queda mucho.

*****************

Estampa navideña. Interior, noche. En la cocina vasquísima de Santa Madre (calendario del equipo de remo local, estampitas de la Virgen de Begoña por doquier, pimientos choriceros decorando la puerta de un armario). Monsieur M. mira con ojos desorbitados el despliegue de platos que Santa Madre llama "una cenita ligera".

Santa Madre: -"Hala, hala, comed. Que no habéis comido nada. Y mañana estoy invadida de sobras."

Hija Ingrata, soltándose el botón de los vaqueros (vaqueros que le quedaban más bien holgados al bajar del avión): -"No puedo más. De verdad. Teniendo en cuenta que el ejercicio más violento que hemos hecho hoy es quedar en el bar con unos amigos, no tenemos mucha hambre." Por no mencionar que ayer Estoico Hermano y su cuadrilla de amigotes nos llevaron a Monsieur M. y a mí de alubiada ritual. Fue talmente como una viñeta sacada de "Astérix en Bélgica". Monsieur M. estuvo muy integrado (cuatro platos, el muchacho, CUATRO), casi le conceden la ciudadanía honorífica. Si una digestión puede producir un paro cardiaco, ciertamente fue la de ayer. Y cuando los terminó, a juzgar por las palmadas satisfechas de hombros que recibió, casi se esperaba que le hicieran un tatuaje en la frente, como en las tribus de Papuasia. Aún estábamos reponiéndonos de la experiencia.

Pero Santa Madre, criada en una familia numerosa en plena posguerra y condicionada desde su más tierna infancia a demostrar amor alimentando al prójimo y ejerciendo lo que he dado en llamar hospitalidad agresiva, no entiende conceptos como "no tener hambre", tan exóticos para ella como la hipótesis del agujero de gusano de Schwarzschild.

Santa Madre: -"Dejar tanta comida es un pecado. Con la cantidad de gente que pasa hambre en el mundo", espeta, empujando en mi dirección un plato de garbanzos.

Hija Ingrata masculla, pasándole el plato a Monsieur M., que lo mira con algo que podría ser desesperación. O pánico. -"Eso es porque no los han enviado a esta casa. Estoy segura de que pondrías remedio al problema rápidamente." Dice, más alto: -"Ehm, ajem, quizá es porque ya hemos comido unos entrantes, ensalada, sopa, primer plato, segundo plato, tercer plato, éste sería el cuarto plato, (si llevo bien la cuenta, porque con esta digestión laboriosa empieza a faltarme el riego al cerebro) y sospecho que habrá postre, ¿verdad?"

Santa Madre, orgullosa: -"Unas natillas caseras riquísimas, hija. Y fruta del tiempo, claro."

Hija Ingrata, mirándola fijamente, con incredulidad: -"Eso son DOS postres, mamá."

Santa Madre, que en suma es un ser bastante asombroso, con cara de extrañeza: -"Pero la fruta ALIGERA el estómago, hija. Eso lo sabe todo el mundo." Volviendo la cabeza a Monsieur M., y levantando mucho la voz, algo que está convencida de que mejora su comprensión del castellano: -"UY, TE VOY A SACAR UN JAMONCITO DE PALETILLA QUE TE VA A ENCANTAR, ¡SE COME SIN HAMBRE!"

Los dos nos miramos, mudos. Y pensamos que aún tenemos que sobrevivir a la Nochebuena.


























PASTELES DE LAVA NEVADOS (HOMENAJE A EL HIERRO)

(Con múltiples besos para mis amigos canarios)

Nevados por fuera, calentitos y tiernos por dentro. Estos pasteles son facilísimos de preparar y dan un resultado lujurioso y espectacular. Llevan relativamente pocos ingredientes y se mezclan a mano con muy poco esfuerzo y ensuciando un mínimo de cacharrería, algo muy de apreciar en estas fechas en las que la cocina parece un campo de batalla.

INGREDIENTES
  • 120 gramos de buen chocolate de repostería, 70% de cacao (4 cuadrados de Baker's Premium negro, para los que viven al lado americano del charco, o Ghirardelli, que también está muy bien), cortado groseramente en pedazos. Me dice una lectora que el chocolate Valor negro a la naranja que venden en España también funciona bien (gracias, Miércoles)
  • 1/2 taza de mantequilla cortada en pedazos (ojito: he dicho mantequilla, no margarina, en estas fechas vamos a dejarnos de tonterías)
  • 1 taza de azúcar glas
  • 2 huevos, a temperatura ambiente
  • 2 yemas de huevo, a temperatura ambiente
  • 6 cucharadas soperas de harina, tamizada
      Para la presentación:
  • 1 cucharada de té de azúcar glas
  • 12 frambuesas, moras, grosellas o cualquier otra fruta (granada, gajos de mandarina, de naranja...) para decorar
  • si os sentís sibaritas, podéis diluir un poco de mermelada de frambuesa con una gotita de Cointreau (o de zumo de naranja), y hacer artísticos chorreoncillos en el plato que darán a vuestro postre un toque muy de restaurante pijo-molecular (preparadlo de antemano, hay que servir los pasteles en caliente)
ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 220°C. Enmantequillar cuatro moldes de mini-soufflé (o ramequines). Colocarlos en una bandeja para horno.

En el microondas, fundir el chocolate y la mantequilla troceados (más o menos un minuto al máximo). Batir manualmente con unas varillas hasta que la mezcla sea homogénea, brillante y untuosa. Añadir la taza de azúcar glas progresivamente, tamizándola. Mezclar bien. Incorporar uno a uno los huevos y las yemas, sin parar de batir. Por último, añadir la harina tamizada. Seguir batiendo hasta que la mezcla no tenga grumos. Verter en los moldes.

Hornear de 12 a 13 minutos, dependiendo del horno (tiene que estar bien caliente). La parte superior de los pasteles debería estar hecha al tacto, pero el centro tiene que ceder, prueba de que el corazón del pastel aún está fundente y delicioso. (Aviso: si pensáis servir estos pasteles en una ocasión especial o cena navideña, os sugiero que preparéis uno de prueba antes. En este caso el punto de cocción correcto es lo que hace que este postre sea bastante maravilloso :-), así que probar cuánto tiempo lleva obtenerlo con vuestro horno es crucial). Dejar reposar apenas un minuto, pasar un cuchillo por los bordes y desmoldar con brío en platos de postre. Sacudir la cucharada de azúcar glas con un colador o un tamiz (para el efecto "nevado") y decorar con la fruta. Servir en caliente ("rápido" es la palabra clave).

Cortar el primero por la mitad delante de los invitados, y dejar que la erupción de chocolate deliciosamente fundido que brotará del pastel haga su efecto. Nunca habréis hecho pecar tanto con la ropa puesta y tan poco trabajo.

(Nota: Para una variante más navideña, podéis perfumar el chocolate con un poco de canela, o de cardamomo, o incluso con unas gotas de esencia de menta... si servís los pasteles después de las ocho :-)


viernes, 2 de diciembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 7): Fudge fatal de las hermanas Redpath

Cuando ya había llenado casi por completo el envase de plástico de arándanos y algunas moras tardías, escuché el ruido, familiar para una urbanita, de maquinaria pesada.  Nathan levantó bruscamente la cabeza en dirección al sonido, lanzó al suelo las tijeras de podar que estaba utilizando para cortar las ramas más grandes que cegaban el camino, y salió disparado como una flecha. La actitud cambiante y extraña del jardinero normalmente me habría provocado cierta prevención, pero al verlo coger el azadón sin prácticamente ralentizar el paso, con un aire decidido y ceñudo, la inquietud y la curiosidad me pudieron. Dejé el recipiente en el suelo y lo seguí al paso más rápido que me permitían las piernas.

Seguimos el sendero que marcaba el linde de la propiedad del profesor Lesage con la de su vecino. El sendero ascendía suavemente, y el ruido se hacía más fuerte a medida que avanzábamos. Sonaba como una excavadora. Nathan murmuraba algo ininteligible entre dientes, con un tono claramente furioso. Distinguí alguna sílaba suelta, que me permitió identificar lo que estaba mascullando como una retahíla de injurias. Algunas, las más sonoras, me eran totalmente desconocidas. Tomé nota mentalmente de preguntarle a Monsieur M. su significado. El profesor no era la persona adecuada para ese tipo de investigación lingüística.   

Llegamos a un claro en el que estaba trabajando una excavadora, observada con atención por dos hombres que se mantenían a distancia segura: el más joven tenía unos sesenta años y gozaba de una evidente buena forma f­isica. Tan sólo un atisbo de barriga delataba una afición por la buena mesa. Llevaba el pelo, aún abundante, más bien largo y repeinado hacia atrás cuidadosamente, poniendo de relieve la diferencia de color entre las sienes, gris acero, y el centro del tupé, de un moreno casi negro. La barba, bastante tupida, mostraba las mismas diferencias de color. Una boca casi exageradamente carnosa y de gesto cruel con marcada tendencia a la sensualidad. Las gafas, sobre la nariz aquilina, eran de montura de pasta negra, de un diseño reciente y probablemente caro. Su ropa (un jersey negro de cuello alto y una chaqueta deportiva) aunque informal, revelaba la vida profesional pasada de este hombre, hoy probablemente jubilado: era un abogado o un médico. "El doctor Bergeron, supongo", pensé, a juzgar por la mirada de franco odio que le estaba dirigiendo Nathan, las manos apretando el azadón con una fuerza que hacía que los nudillos le palidecieran.

Bergeron, ajeno a la furia de mi acompañante, estaba enfrascado en una conversación con otro hombre mucho más mayor y mucho más alto: claramente en los ochenta y bastantes, con el pelo ralo y muy corto, casi rapado, de un blanco ceniza amarillento, un cuerpo casi filiforme, flaco, apenas encorvado a pesar de su edad, del que colgaba informe la ropa, los pómulos sobresalían de forma aguda de su rostro descarnado. El anciano tenía la tez muy pálida y salpicada de manchas de vejez, la boca curiosamente ancha y de labios finos, los ojos de un azul glacial, rematados con pestañas y coronados de cejas de la misma palidez albina que el escaso pelo que le quedaba. No daba la impresión de ser uno de esos dulces abuelitos que dan conversación a los desconocidos en las paradas de autobús. El hombre alto señalaba con determinación la zona en la que estaba trabajando la excavadora. Bergeron (ahora estaba segura de que era él, uno de los numerosos insultos que aún escupía Nathan entre dientes llevaba su nombre) le escuchaba, concentrado, y de vez en cuando parecía hacerle una pregunta.

Ninguno de los dos parecía habernos visto venir, y oírnos era imposible estando tan cerca de la máquina. Cuando empezaba a preocuparme sobre lo que tendría que hacer si estallaba una pelea, afortunadamente Nathan pareció perder una parte de su impulso. Mi movimiento instintivo de agarrarle el antebrazo para pararlo frenó por sí mismo, y sin darme cuenta me quedé con una mano apoyada en el brazo en el que llevaba el azadón, brazo que bajó un poco, hasta apoyar la herramienta en la tierra. Me di cuenta de la razón. Bergeron nos había visto. Alzó la mano enguantada con un elegante guante de cuero negro, haciendo señas al conductor de la excavadora de que parara. En el silencio que siguió nos echó una mirada fría, desprovista de curiosidad y casi totalmente de expresión. El único vestigio de emoción que parecía dejar traslucir era un ligero desagrado, como si le hubiera llegado un relente de algo que huele mal. Nadie se saludó, ni hizo ningún movimiento para acercarse al territorio del otro. Viva la buena vecindad, pensé. Casi seguro que estos dos no se llevan cookies a la puerta de casa. El viejo espantapájaros (no era un calificativo muy amable, pero era en lo que me hacía pensar) se limitó a contemplar la escena, vagamente indiferente. A mí me hubiera gustado poder tomar esa distancia, pero no podía evitar sentir que si retiraba la mano del brazo de Nathan, a la mínima provocación se lanzaría contra el vecino a alegres golpes de azada. Su madre no necesitaba un hijo en la cárcel. Le agarré la muñeca con cierta firmeza, pero él no pareció darse cuenta de mi presencia.

Nathan rompió el silencio, con un ligero quiebro de voz que delataba una cierta inseguridad ante la frialdad del hombre frente a él, e increpó: -"¡EY! ¡Bergeron! ¿Qué demonios está haciendo? " Noté la marcada ausencia del monsieur de rigor en esas situaciones. Bergeron también la notó, y su expresión se endureció.

-"Lo que esté haciendo en ningún caso es asunto tuyo, chaval."

-"Lo es, si está excavando en la tierra del profesor Lesage."

-"Si en lugar de meter las narices en asuntos ajenos te dedicaras a trabajar, probablemente sabrías que la tierra de Lesage se termina aquí. Esta parte del terreno es mía. Estoy excavando para hacer un estanque artificial. Todo ello siguiendo los sabios consejos de Fritz, experto paisajista retirado, que ha accedido amablemente a hacer una excepción y trabajar para mí en este proyecto." Hizo un ademán señalando al anciano. -"A diferencia de tí, Fritz tiene una gran experiencia y habilidad en el diseño de jardines. El músculo se puede pagar barato, pero el cerebro es lo que cuenta. Hala, sigue limpiando estiércol de caballo y déjanos concentrarnos." Y sin dedicarnos ni una mirada más, nos despidió de un gesto altanero. Estaba claro que Nathan tenía que mejorar sus dotes de relaciones públicas, pero el doctor Bergeron no me inspiró lo que se dice una simpatía instantánea. Yo tampoco correría a llevarle muffins.

Tiré suavemente del brazo de Nathan, dando la vuelta. Volvimos a los arbustos de arándanos lentamente, Nathan encerrado en sus pensamientos y aún visiblemente enfadado, yo en un respetuoso silencio. Recogí el recipiente del suelo. Alcé la vista y lo miré a la cara, intentando leer su expresión. Él se dio cuenta y esbozó una tentativa de sonrisa. -"Lo siento." Se disculpó. -"Ese hombre me ataca los nervios. Es una historia muy larga. Y muy poco interesante para tí." Cuando hice ademán de objetar, me cortó: -"La noche está empezando a caer. Es mejor que no andes por el bosque con alguien tan irascible y poco recomendable como yo." Me di cuenta de que para él era todo un esfuerzo bromear, algo que no contribuyó a borrar el tinte inquietante de la broma. Me estremecí ligeramente, incómoda.

-"Empiezo a tener frío. Vamos, si no queremos que los arándanos terminen congelados", dije.

Nathan intentó seguir bromeando durante el camino, y cuando empezó a contarme anécdotas sobre el profesor Lesage consiguió que el incidente del claro empezara a quedar lejano. -"Es un hombre excepcional", dijo, con visible afecto. -"Y se ha portado muy bien conmigo. Aunque en un principio lo detesté."

-"¿Ah, sí?" Probé, con ligereza deliberada.

-"A-já." Asintió Nathan, mostrándome su espléndido perfil mirando hacia la casa, que ya se podía ver entre el arbolado y que parecía gris a causa del crepúsculo. La luz índigo empezaba a teñir el bosque conlindante de tonos monocromos. -"Lo conocí cuando vine a pedirle que me sirviera de aval para una beca que era mi última esperanza de terminar medicina. Me dijo -muy educadamente, es un caballero ante todo- que aunque le hubiera gustado de verdad ayudarme, no podía avalarme sin cargo de conciencia, ya que nunca había sido mi profesor ni había trabajado para él, que no me conocía en absoluto en el plano académico. Ya sabes cómo es."

-"Sí", respondí, seria, -"para él la integridad académica es sagrada. No me sorprende su respuesta. No habría avalado ni a su mejor amigo."

-"Cuando se lo pedí era mi último recurso, sabía que cualquier profesor decente tendría serias objeciones. De todas maneras, poco después mi madre se, eh, puso peor y tuvo que dejar el hospital y volverse a la casa familiar. Y él profesor nos ha echado una mano: podría haber contratado a un jardinero de verdad, y en lugar de eso me contrató a mí."  Sonrisa de medio lado.

La duda momentánea de su frase no se me había pasado por alto. Imaginé varias cosas, entre ellas que su madre estaba internada en un hospital psiquiátrico. A menudo es motivo de vergüenza. -"Uhm, si tu madre empeoró, ¿fue buena idea que dejara el hospital?"

Nathan me miró un momento, sin entender. Habíamos llegado al porche trasero y nos acercábamos a la puerta de la cocina.

-"¡Ah! ¡Ya entiendo! ¡No! Mi madre no estaba en un hospital como paciente, ella es enfermera. Llevo la profesión médica en la sangre." La sonrisa con la que dijo esto último de repente se le quedó como helada en el rostro. Cansada, aterida por la humedad y sin energía para soportar otro viaje en la montaña rusa emocional de mi nuevo y guapo amigo, le toqué suavemente el brazo para sacarlo de su ensimismamiento. Nathan enfocó de nuevo la mirada en mi cara.

-"He tenido un día muy largo. Y mañana tengo que seguir provocando el caos en la biblioteca de ese cher professeur", dije.

Él sonrió. Es increíble lo radiante que puede ser una cara de facciones regulares, cuando tiene la tez apropiada y el grado justo de dureza mezclada con vulnerabilidad. Suspiro mental. Tengo que intentar de nuevo llamar a Monsieur M. Tengo un marido. Lejos, e incomunicado, pero un marido. Guapo, grande, fuerte y que se ocupa de la plancha. Zen, y sin cambios de humor bruscos.

-"Pero si trabajas mañana, pásate al final de la jornada, a eso de las cuatro, te prometo un té con muffins", añadí, dando unos cuantos guantazos mentales a mi conciencia.

-"Ah, sí, los famosos muffins de maíz. Ardo en deseos de probarlos", dijo, juguetón, mirándome a los ojos, casi al mismo nivel que los suyos porque yo ya había subido tres escalones del porche y él aún estaba en la hierba. Sostuve su mirada y la proximidad de su cara me produjo un ligero vértigo. -"Estoy contento de haberte conocido. En este pueblo no tenemos muchas oportunidades de conocer a gente nueva, sobre todo gente nueva interesante y simpática." Sonrisa encantadora. Sin aliento, no respondí. Nathan se inclinó y me besó la mejilla dulcemente, un beso muy suave y ligero, como el roce de una pluma. Después se volvió, con las herramientas aún en la mano, y se dirigió al granero. Me quedé mirándolo alejarse con ojos vidriosos mientras la mejilla me ardía. Exhalando un enorme suspiro, entré en la cocina tropezando con el rodapié de la puerta y deposité el recipiente de bayas encima de la mesa. Sentadas en torno a ella estaban dos mujeres desconocidas y de aspecto peculiar, mirándome con atención.

La más bajita y regordeta dijo, con expresión comprensiva: -"Así que has conocido al adonis local, ¿eh?"

La otra, alta y larguirucha, me alargó un plato sin mucha ceremonia y espetó: -"Come un poco de fudge. Necesitas azúcar."

Éste parecía ser mi día de encuentros. Nathan, el doctor Bergeron y ahora las hermanas Redpath. No podía tratarse de nadie más. Aún un poco deslumbrada, me senté a la mesa sin decir nada y me metí un pedazo de fudge en la boca.

(CONTINUARÁ... DESPUÉS DE LAS VACACIONES DE NAVIDAD)

El sucre à la crème o maple fudge para los quebequeses anglófonos es el postre quebequés por excelencia. A la vez simple y complejo, es el típico dulce que las abuelas de Quebec preparan con amor y regalan en Navidad. Es una especie de toffee, pero no el pegajoso succionador de empastes que conocemos en España, sino un dulce aterciopelado y cremoso, con matices sorprendentemente complejos para algo elaborado con tan pocos ingredientes.  Y muy... dulce. Básicamente es un caramelo a punto de bola flojo, al que se le añaden la nata y un aroma. Aprender a prepararlo me costó infinitas tentativas fallidas (obtenía como resultado un caramelo semilíquido que, si bien estaba delicioso como salsa para acompañar frutas y helado, no tenía la textura sólida deseada) hasta que finalmente me senté con un libro de química repostera y comprendí que cuando se trabaja con azúcar, es necesario un termómetro para confitería, y seguir las instrucciones de la receta como si fueran un evangelio. Os aconsejo que os hagáis con uno (un termómetro, no un evangelio): son baratos y hacen que cocinar la mayor parte de fudges y caramelos sea un juego de niños.

FUDGE FATAL DE LAS HERMANAS REDPATH
(SUCRE À LA CRÈME TRADICIONAL DE QUÉBEC)

Para unos 50 cubos. (Cortadlos más bien pequeños, el dulzor extremo ¡y delicioso! de este postre no empalaga si se toma en dosis homeopáticas.)

INGREDIENTES
  • 1 taza (250 ml.) de nata líquida de 35% de materia grasa.
  • 1 taza (250 ml.) de azúcar blanco
  • 1 taza y 1/2 (375 ml.) de azúcar moreno
  • 1 buena pizca de sal
  • 1 cucharada de té (5 ml.) de extracto de vainilla natural (o de arce, para los que viven cerquita y que quieran hacer la versión patriótica)
  • Nueces (opcional)

ELABORACIÓN

Cubrir un molde cuadrado (de brownies) de unos 20 cm. de lado (una fuente de pyrex puede servir) con dos tiras cruzadas de papel pergamino para hornear, que cubran el molde y sobresalgan un poco por los lados. Enmantequillar a conciencia.

En un cazo, poner a hervir la nata, el azúcar, el azúcar moreno y la sal, revolviendo bien hasta disolver el azúcar por completo (el azúcar se habrá disuelto cuando ya no sintáis esa textura granulosa rascar contra el fondo del cazo). De vez en cuando, limpiar las paredes del cazo de restos de azúcar cristalizado con una brocha o un trapo mojado. Una vez el azúcar disuelto, cuando la mezcla haya empezado a borbotear, meter un termómetro de confitería en el centro del cazo (para fijarlo, poned un cucharón o espátula de través, y atad el termómetro con cordel de cocina o cinta adhesiva), y dejar hervir a fuego medio-bajo sin remover, hasta que el termómetro indique 114ºC (116º si preferís un resultado más consistente). Retirar del fuego y añadir el extracto de vainilla (si lo añadís durante la cocción, perdería todo su aroma).

Meter el cazo -con termómetro y todo- en el fregadero lleno de agua fría (no muy lleno, para que el agua no entre en el caramelo), y deja que se enfríe, sin remover, vigilando el termómetro hasta que la temperatura haya bajado y marque entre 43º y 50º (una media hora de espera).

Sacar el cazo del agua. Ahora empieza la única parte de la receta en la que hay que trabajar un poco. Con una cuchara de madera, remover vigorosamente (depende de vuestros músculos, cuando el caramelo empiece a cobrar consistencia quizá necesitéis relevo). La manera de saber que el fudge está listo es cuando la mezcla haya perdido el brillo y se vuelva mate y espesa pero aún sea flexible. Entre 5 y 10 minutos, más o menos, con brazos gráciles y femeninos. 4 minutos con brazacos de Monsieur M.

En esta fase hay que darse prisa, o el fudge va a "fraguaros" en el cazo y la váis a liar: verter con arte en el molde previamente enmantequillado, y alisar artísticamente con una espátula de silicona. Cubrir de papel de pergamino y alisar de nuevo. Dejar enfriar una hora a temperatura ambiente y después meter en el frigorífico. Cuando haya solidificado (el resultado no es duro como un caramelo clásico, recordad, es un toffee) retirar con cuidado el papel que lo cubre y corta en cuadraditos de unos dos centímetros y medio.

Conservar en un recipiente hermético. Este dulce delicioso y suave se congela muy bien, podéis prepararlo con antelación para regalar en Navidad. No me enviéis las facturas del dentista.

(Si queréis hacer la versión con nueces, picarlas, tostarlas un poco previamente en una sartén y añadirlas justo antes de poneros a remover.)

lunes, 21 de noviembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 6): muffins malévolos de maíz














(¿De qué va esto? Para los que necesiten ponerse al día, capítulos ya publicados de esta historia: Parte 1 - Parte 2 - Parte 3 - Parte 4 - Parte 5)

Terminé la sopa rápidamente, y después de cepillarme los dientes haciendo gala de una prolijidad excepcional (partículas de remolacha entre los dientes no-no-no), y, bueno, atusarme el pelo y maquillarme ligeramente (colorete, brillo de labios), una nube de perfume, me calcé las botas, me puse la bufanda, guantes, chaquetón de lana, cogí un recipiente de plástico de la cocina y ya estaba lista para ir a recoger arándanos. Arreglada como para ir a tomar un cóctel en el centro de Montreal. En el último momento me sentí completamente ridícula, me froté los labios con un pañuelo y me encasqueté un gorro de lana. No tenía la edad (ni el estado civil) de helarme las orejas para intentar impresionar a un jardinero, o a un operario jovenzuelo, o a lo que quiera que fuera. Demasiado lady Chatterley, incluso para mí. Un operario jovenzuelo semidesnudo en una tarde en la que la temperatura rozaba el punto de congelación, precisé mentalmente. Un operario  jovenzuelo, semidesnudo y, ohcielosanto, se me escapó en un murmuro cuando cerraba la puerta y bajaba las escaleras del porche trasero, contemplándolo mientras terminaba de apilar las balas de paja, mag-ní-fi-co. Sacudí ligeramente la cabeza, como para sacudir la idea, y me concentré en mantener la mandíbula inferior en su sitio y los ojos dentro de sus órbitas, mientras me dirigía con paso que pretendía despreocupado hacia el granero. Los buenos modales primero. Ya. Eso.

El joven giró la cabeza y me vio acercarme. Se secó el sudor de la frente con el revés del guante de trabajo que llevaba, y esperó con una mano aún apoyada en el fardo que acababa de transportar, el ademán no completamente relajado, pero tampoco tenso, media sonrisa cautelosa  empezaba a dibujarse en su cara. Conté tantas hileras de abdominales que durante un momento pensé que una mutación genética había causado que naciera con un par de ellas suplementarias. Podría haber sido el maldito Míster Septiembre de un calendario erótico-agrícola.

Era un chico joven pero un poco menos de lo que me había parecido desde la ventana: final de la veintena, pelo bastante corto, castaño muy oscuro, de un marrón chocolate cálido, muy similar a mi propio pelo, tez morena olivácea, casi mediterránea, ojos de un marrón ambarino, claro, cercano al verde, un poco extraños, una mandíbula cuadrada, dientes casi perfectos pero no tanto como los de Dan (nueva sacudida de cabeza, esta vez mental, al sorprenderme a mí misma comparando... ¿cuál era mi problema? Un poco más de una semana sin poder hablar con Monsieur M. y ya empezaba a hacer un palmarés de hombres guapos.) Hombros anchos, torso amplio de nadador, brazos fuertes. Probablemente es nadador, pensé, está depilado. Un metrosexual no me cuadra en un ambiente tan rural.

Cuando llegué frente a él se irguió: era increíblemente alto, calculé que hacia el metro noventa. Si quería dirigirme a él en lugar de a sus, ehm, fabulosos pectorales, iba a tener que subirme a una de las balas de paja. La imagen destelló en mi cabeza y me hizo sonreír. -"¡Hola!", dije en francés. En esta zona de Quebec era un saludo tentativo, era muy posible que él fuera anglófono, como Elspeth.

-"Bonjour!", respondió, con un acento perfectamente francófono. Duda despejada. Al verme más de cerca y hablar directamente a la coronilla de mi gorro de lana (imagino que estaba acostumbrado a esa perspectiva, con su altura), pareció juzgarme como inofensiva y su sonrisa se hizo más franca. -"No sabía que había nadie en casa esta tarde", prosiguió, pensaba que le professeur y la señora Dudley habían salido."

-"Oh, han salido. Sólo quedo yo. Arantza." Me presenté, tendiendo la mano. Él frunció el ceño, desconcertado, y me estrechó la mano de forma dubitativa, intentando vocalizar mi nombre, sin emitir aún ningún sonido, como entrenándose. Su reacción no me pilló por sorpresa, tras más de una década de vivir en Quebec. La esperaba aún más por el hecho de estar lejos de Montreal: el Quebec urbano es muy multicultural, pero en las zonas rurales aún no están acostumbrados a la inmigración. Y mi nombre les resulta infernalmente difícil de pronunciar. Lo repetí lentamente, y con una mano aún enguantada me rebusqué en el cuello de la camisa la gargantilla de oro con mi nombre, regalo de mi Santa Madre y que siempre me sacaba de apuros en estos casos. La señalé, él tuvo prácticamente que plegarse por la mitad para poder leerla, lo cual redujo la distancia entre nosotros de manera muy perturbadora. Olía fantástico, incluso tras haber sudado. Cachete mental. Hormonas, tranquilas, ordené sin palabras. Sentaos, tumbadas, dad la pata. Las hormonas no parecieron obedecer, a juzgar por la oleada de calor que me trepó por el cuello hasta las orejas y me produjo un sonrojo violento y repentino.

Desmañado, repitió mi nombre.

-"Pronunciación perfecta." Sonreí mi mejor sonrisa de profesora. "Y sé que no es fácil."

-"Yo me llamo Nathan." Lo pronunció a la francesa, "na-tan", con un ligero toque nasal en la ene final.  "¿De dónde proviene su nombre? Ehr, ¿y usted? Tiene un acento..."

-"Es vasco", respondí, con la soltura que conlleva la práctica. Esperé un momento y vi pintada en su cara la confusión habitual.

-"Pero su acento es hispano", observó. "Pensaba que todos los vascos hablaban francés. Aparte del vasco, claro."

Vaya, vaya. Este chico estaba mejor informado que la media. Normalmente durante las presentaciones suelo tener que comenzar por situar el continente en el que se encuentra España, así que Mr. Chippendale no sólo tenía una anatomía bastante espectacular, sino que leía. Y tenía conocimientos de geografía. Gran combinación.

-"Vengo del País Vasco español, no del País Vasco francés", expliqué.

-"Oh. ¿Y es una estudiante del professeur Lesage?"

Oleada de halago inmediato por el hecho de que me considerara lo bastante joven como para ser aún una estudiante. -"No. Ex estudiante. Ahora soy la asistente del profesor, al menos durante este mes. Y tutéame, por favor. Cada vez que me tratan de usted o me llaman "señora" pienso en mi madre." Miré brevemente a su pecho e hice un ademán señalando mi gorro y mis guantes: "¿Y tú? ¿No vas a quedarte, euh, helado?"

-"Casi había terminado." Mientras hablaba comenzó a subirse la parte superior del mono de trabajo, con una ligera sonrisa al ver la mirada fija que aún estaba clavando en su torso. Enfoqué la mirada hacia otra dirección, no sin esfuerzo. -"Ayudo al profesor con los trabajos pesados: los caballos, el establo, reparaciones menores y el, uhm, jardín." Se subió la cremallera del mono e hizo un gesto un poco incómodo hacia el desolado terreno, lleno de arbustos y malas hierbas. Estaba claro que era la naturaleza la que tenía el control del jardín de Sussman House, y no el jardinero. Esta vez fue mi turno de ahogar una sonrisa. -"No soy muy buen jardinero." Se disculpó, sonriendo él también. "No tengo experiencia en este tipo de puesto. Pero el profesor dice que está muy contento de no tener que utilizar la cortacésped ni palear la nieve en invierno. Y que le gustan los jardines a la inglesa, desordenados."

-"Estoy convencida. Si te sirve de consuelo, creo que yo tampoco soy muy buena asistente. Espero que al profesor también le gusten las bibliotecas con un sistema de catalogación desordenado." Dije, encogiéndome de hombros. Mi comentario le hizo reír y pareció sentirse más cómodo. Puso un pie en uno de los fardos de paja y apoyó los antebrazos en la rodilla.

-"¿Vives en Montreal?" Me dijo aún un poco tímido, como probando el tuteo. Los quebequeses, más formales que los españoles, tratan de usted de manera mucho más habitual, incluso cuando el trato es entre gente joven que acaba de conocerse. Suelen esperar el permiso del interlocutor antes de tutearlo.

-"Sí, Aunque me alojo aquí hasta el final del trabajo." (¿Por qué demonios le contaba eso? Hormonas, tranquilas, fustigué de nuevo. Atrás, atrás. Silla y látigo.) -"¿Y tú? ¿Eres de Ayer's Cliff?"

-"Sí. Vivo muy cerca de aquí. Acabo de volver a casa de mi madre", (expresión un poco azorada) "después de tres años en Montreal". Su azoramiento al reconocer que vivía en casa de su madre le hizo parecer repentinamente mucho más joven. Y un poco más como uno de mis estudiantes, mucho menos deseable. Exhalé un muy discreto suspiro de alivio.

-"¿Cansado de la gran ciudad?", pregunté, sonriendo, comprensiva.

-"No." Dijo, con extraña vehemencia. -"En absoluto. Estaba estudiando en la universidad, medicina, en McGill, pero tuve que dejarlo. Mi madre no se encontraba bien, estaba sola y tenía que echarle una mano." Su atractivo rostro se ensombreció.

-"Vaya", dije, sinceramente apenada por él, mirándole con una simpatía nueva, -"Lo siento. Espero que tu madre se encuentre mejor y que puedas volver pronto a los estudios. Ha tenido que ser duro dejar la carrera cuando ya habías hecho más de la mitad. "

-"Gracias. Tiene sus altos y bajos. En cuanto a la carrera... de todas maneras no me lo podía permitir. Incluso con un préstamo y una beca del gobierno me estaba endeudando de una manera terrible. También tuve que dejar el equipo universitario de natación." Esta vez fue él el que sacudió la cabeza, de una forma triste y apesadumbrada, mirando al suelo, como si cargara el peso del universo entero sobre los hombros. El corazón se me encogió un poco mirándolo. Tan joven y con un aspecto tan derrotado por el peso de las responsabilidades.

Sin saber muy bien qué hacer para animarlo, me oí exclamar: -"Me vas a perdonar, yo me disponía a recoger los arándanos que queden por aquí, si es que queda alguno que no esté seco como una pasa o congelado, y vas a probar los mejores muffins de maíz de tu vida. Modestia aparte. Soy mucho mejor repostera que bibliotecaria." Dije, levantando el bol de plástico para dejar clara la seriedad de mis intenciones.

Él rió, la expresión más liviana, y dijo: -"Uhm, eso habrá que verlo. Lo creeré cuando los pruebe." "Pero éste no es el mejor lugar para recoger arándanos. Tengo que desbrozar un poco el camino de arriba, en el límite del terreno del profesor. Si me acompañas, te mostraré dónde están los mejores arbustos."

-"Hecho", respondí. Esperé a que recogiera un par de herramientas que necesitaba, y echamos a andar en un clima de compañerismo silencioso y agradable. Tras unos diez minutos de marcha siguiendo un pequeño sendero, perdimos de vista la casa, y parecimos adentrarnos en lo que a mí se me antojaba como un bosque bastante denso.

-"El terreno del profesor Lesage... ¿es muy grande?", pregunté, sorprendida.

-"Bastante. Unos cien mil pies cuadrados. Lo suficiente para no ver ni oír a sus vecinos si no le apetece."

-"Ah. Me resulta difícil creer que tiene vecinos, me siento en pleno bosque."

-"Los tiene. Al oeste de Sussman House viven las hermanas Redpath, y al este el doctor Bergeron." Su cara parecía estar dotada de una rara movilidad, y su expresión cambió de nuevo por completo al pronunciar el último nombre. Lo dijo con desprecio, casi con asco. 

Eterna cotilla como soy, tantée, cautelosa: -"¿El doctor Bergeron no es un vecino popular por aquí?"

Él soltó una risa amarga, tan exagerada que resultó estridente: -"¡Ja! ¡No!" Su cara se oscureció de nuevo de forma muy marcada: -"El doctor Bergeron no es una buena persona." Dicho lo cual, se sumergió en un extraño mutismo, durante el que me afané a recoger arándanos de las matas tupidas y abundantes que bordeaban el sendero. No estaban tan redondos y brillantes como en septiembre, pero aún quedaban bastantes y tenían un aspecto bastante aceptable, si bien un poco arrugado por las tardes frías que estábamos teniendo. Mientras llenaba el recipiente de plástico, con la ayuda ocasional de mi acompañante, lo miraba de reojo y pensaba en que este chico tan joven y guapo tenía unos cambios de humor muy acusados, y parecía arrastrar una historia personal bastante triste: madre enferma, padre ausente, problemas económicos y familiares que le impedían terminar una formación que mejorara su futuro y le obligaban a volver a su pueblo natal. Trabajar en algo manual después de haber acariciado el sueño de ser médico no debía de resultarle fácil.

Nathan pareció darse cuenta del ambiente cargado que había dejado su último comentario, pero en lugar de dar explicaciones más detalladas añadió, con una risilla un poco fuera de lugar: -"Ya verás cuando conozcas a las hermanas Redpath. Es la pareja de viejas urracas más loca que he visto en mi vida."

Seguí seleccionando bayas en silencio, y enarqué una ceja. Un ama de llaves gótica, un jardinero apolíneo y maníaco-depresivo, un misterioso vecino y ahora una pareja de viejas locas. Y luego dicen que la gente que vive en el campo se aburre.

(CONTINUARÁ)













MUFFINS MALÉVOLOS DE MAÍZ

(Receta adaptada de "Martha Stewart's Cupcakes"). Para unos 16 muffins densos y consistentes, excelentes para el desayuno o la merienda, si queréis aplacar hambres voraces. Estos muffins están más ricos si se sirven recién horneados, o recalentados ligeramente en el horno.


INGREDIENTES
  • 1 taza y 1/4 de harina de trigo integral
  • 1/2 taza de polenta (de preferencia, amarilla) o de harina de maíz
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo
  • 1 cucharada de té de sal
  • 1 taza y 1/4 de azúcar
  • 1/2 taza de suero de leche. (Para hacerlo no tenéis más que mezclar un vaso de leche a temperatura ambiente con una cucharada sopera de zumo de limón, dejadlo reposar sin moverlo entre veinte minutos y media hora, o hasta que tenga aspecto "cortado", y colarlo. La parte líquida es el suero, que utilizaréis en la receta).
  • 2 huevos de buen tamaño a temperatura ambiente
  • 7 cucharadas soperas de aceite vegetal (girasol, maíz, colza...)
  • 1 taza y 1/2 de arándanos y moras mezclados (o sólo de moras, si os resulta difícil encontrar arándanos)

ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 195º. Cubrir los moldes de muffin con moldes de papel, os facilitará mucho el desmoldado y la limpieza. Mezclar los ingredientes secos: la harina de trigo integral, la polenta, la levadura en polvo, la sal y una taza y dos cucharadas soperas del azúcar (reservar el resto).

En otro bol, mezclar los ingredientes húmedos: el suero de leche, los huevos y el aceite; verter sobre los ingredientes secos y mezclar rápidamente y lo mínimo necesario para humectarlos y formar una masa homogénea. El secreto de unos muffins ligeros y esponjosos es no batir la masa en exceso.

Llenar los moldes de muffin a unos dos tercios de su capacidad, evitar llenarlos por completo. Distribuir los arándanos y las moras por encima y espolvorear con el resto del azúcar que hemos reservado previamente.

Meter en el horno y bajar la temperatura a 190º. Hornear a la temperatura correcta es muy importante en esta receta, es lo que impide que las moras y los arándanos se hundan en la masa. Intentar no abrir el horno durante los primeros 10 minutos de cocción, es el momento en el que la masa sube más y las pérdidas de calor impedirían el levado. Después de 20 o 25 minutos, pinchar con un palillo en el centro de uno de los muffins del centro de la bandeja. Si el palillo sale limpio, están hechos. Poner la bandeja encima de una rejilla y esperar hasta que se enfríe por completo antes de desmoldar los muffins.

Estos muffins están mucho más ricos recién hechos, pero se conservan un par de días en un recipiente hermético en lugar fresco. Se pueden congelar, envueltos individualmente en film plástico y después en una bolsa de congelación.

martes, 15 de noviembre de 2011

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades (parte 5): borscht siniestro de Elspeth

(¿De qué va esto? Para los que necesiten ponerse al día, capítulos ya publicados de esta historia:   Parte 1 - Parte 2 - Parte 3 - Parte 4)

Sentada al delicado escritorio reina Ana en mi dormitorio de Sussman House, cerré pensativa la pantalla del portátil y miré por la ventana situada directamente delante de mí. Hoy era un día especialmente gris y cubierto, oscuro incluso para un día de noviembre, el mes más sombrío del año en Quebec. Un poco desorientada tras ver que la luz matinal había bajado considerablemente y ahora tenía una calidad mucho más mortecina, giré la cabeza para ver la hora en el carillón pegado a la pared. La una y media. Sin darme cuenta, me había saltado la hora del almuerzo.  Menos mal que Elspeth no se ocupaba de servir la comida, normalmente dejaba algo preparado y el profesor Lesage y yo recalentábamos lo que hubiera. No me apetecía enfrentarme a la muda censura de la lúgubre ama de llaves, aún menos tras saber lo que sabía ahora. La casa estaba particularmente silenciosa: el profesor Lesage  y Elspeth habían salido al pueblo (por separado), el primero para hacer algunas compras en la farmacia y almorzar en el club de caza y la segunda probablemente para reponer sus reservas de belladona y colas de rata. O algo así.

Aprovechando esta inesperada jornada libre, yo llevaba toda la mañana leyendo sobre la historia de los criminales de guerra refugiados en Canadá, prestando una atención particular a los criminales de la Segunda Guerra Mundial. Tras la revelación que el profesor Lesage me había hecho durante el té de la víspera y que me había dejado boquiabierta, le había hecho algunas preguntas que él respondió pacientemente, pero muchas más preguntas se me agolparon en la cabeza en cuanto tuve un rato para pensar en todo lo que me había contado. A la mañana siguiente aproveché para buscar las respuestas durante una breve incursión a la biblioteca de la universidad Bishop. Tenía la excusa de necesitar cierta documentación para poder avanzar en la traducción de uno de los artículos del profesor, pero la idea de averiguar más sobre la siniestra historia familiar de la sombría Elspeth también era tentadora.

La universidad Bishop debe su nombre al hecho de haber sido fundada por un obispo anglicano en 1843, lo cual la convierte en una institución académica de una edad venerable, al menos en términos del Nuevo Mundo. Su campus está situado en una zona campestre a las afueras de la pequeña ciudad de Sherbrooke y rodeado de onduladas tierras agrícolas. Su origen profundamente inglés y su arquitectura gótica perpendicular, en el más puro estilo Tudor, convierten a Bishop en una especie de mini Cambridge, con la diferencia de estar construida íntegramente en ladrillo rojo. Ésta es precisamente la razón por la que siempre me ha encantado pasearme por los diferentes pabellones del campus: el contraste entre las colinas verdes y el rojo del ladrillo, las torres puntiagudas, los ventanales esbeltos y la tranquilidad de la vieja biblioteca.

La universidad se encuentra mucho más cercana a Ayer's Cliff que cualquier otra universidad quebequesa, tan sólo treinta kilómetros que recorrí lentamente por carreteras secundarias en el pequeño Golf gris del profesor, que afortunadamente había preferido salir a hacer recados en el Chrysler. El profesor Lesage me había dado permiso para utilizar cualquiera de los dos coches que se encontrara disponible, y había dejado las copias de las llaves en una bandejita en la mesa de la entrada, bajo la mirada llena de desaprobación de Elspeth. Probablemente Elspeth estaba convencida de que a la primera oportunidad yo me largaría tras haber llenado el maletero con la cubertería de plata, la vajilla y los paisajes al óleo de la biblioteca y el despacho.  El no tener que navegar con un coche de colección gigantesco me permitió relajarme durante el trayecto y contemplar las casas y los graneros de madera, y los rebaños de vacas que pastaban apretadas una contra otra en la mañana fría y brumosa de noviembre.

Una vez en la vieja biblioteca, sentada a uno de los antiguos escritorios de madera en un charco de luz multicolor que provenía del rosetón central, despaché rápidamente el trabajo de investigación para la traducción. Tras volver a colocar los pesados diccionarios en su sitio, busqué información en el catálogo informatizado sobre el hombre del que me había hablado el profesor. Una parte estaba disponible sólo en microfilm: leí todo lo que pude hasta las diez y media de la mañana, y después me dirigí al mostrador con los brazos llenos de libros y periódicos. Tras meter todo el botín en el coche excepto un pesado documento oficial encuadernado con una espiral, entré en la casi desierta cafetería de la universidad, pedí un café y un muffin y me puse a leer el informe de la comisión Deschênes.

Al parecer el Canadá, país acogedor y abierto, era tan acogedor y tan abierto que en las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial se había convertido en un paraíso tanto para los supervivientes a los campos de concentración, como era el caso de la difunta esposa de Lesage, una de las escasas supervivientes de Mauthausen, como para los criminales de guerra nazis, que aprovecharon la confusión del final de la guerra para comenzar de cero al otro lado del charco. Esta actitud transigente tan canadiense dio lugar a situaciones insostenibles cuando algunos de los supervivientes se toparon con sus verdugos en su nuevo país de acogida. De ahí la creación de la comisión Deschênes en 1985, cuando empezó a ser evidente que esos casos se repetían demasiado a menudo y el gobierno canadiense quiso saber a quién exactamente había dado refugio. La comisión censó 774 potenciales criminales de guerra nazis residiendo en Canadá, y reunió pruebas sólidas contra... veinte de los mismos. De esos veinte, sólo cuatro pudieron ser llevados a juicio: uno fue absuelto, se retiraron los cargos contra dos más debido a la dificultad para encontrar pruebas en Europa tras todo ese tiempo, y el cuarto fue revocado por sus problemas de salud. A pesar de los cambios en la ley sobre ciudadanía y crímenes de guerra, en Canadá sigue siendo extremadamente difícil anular la ciudadanía, juzgar o extraditar a un acusado de crímenes en su país de origen.

El padre de Elspeth era Jacob Luitjens, nacido en los Países Bajos, más conocido como "el terror de Roden". Aparentemente el señor Luitjens, célebre denunciador de compatriotas, se tomaba tan en serio su colaboración con los alemanes que incluso se paseaba con un uniforme y una escopeta de caza por las calles de Roden, pequeño pueblo de la provincia neerlandesa de Drenthe. El hombre pareció disfrutar en extremo de su poder recién adquirido, porque según testigos contribuyó activamente a la muerte de al menos 16 de sus conciudadanos, y al internamiento en el campo de Amersfoort de 62 miembros de la resistencia local. Luitjens se libró de ser juzgado como criminal de guerra escapándose al Paraguay, y de ahí, al Canadá en los años sesenta, donde comenzó una nueva vida, se casó de nuevo, tuvo una hija y se convirtió curiosamente en un ilustre profesor de botánica en la universidad de Columbia Británica, en Vancouver. Vivió tranquilamente e incluso obtuvo la nacionalidad canadiense, hasta que alguien lo reconoció y lo denunció. El gobierno neerlandés pidió su extradición inmediata. Las leyes canadienses, pensadas sobre todo para proteger a los nuevos ciudadanos perseguidos injustamente en sus países natales, dificultaron el proceso, que se convirtió en una larga batalla jurídica a la que se dio mucha publicidad, hasta que finalmente Luitjens fue despojado de su nacionalidad canadiense y entregado a las autoridades neerlandesas. Según los periódicos cumplió su pena y su paradero actual es desconocido, aunque según las hipótesis de ciertos periodistas no puede haber salido de los Países Bajos, ya que el Canadá ha prohibido su entrada en el país y su estatuto legal actual es el de un apátrida. Si no ha muerto ya debería andar por los ochenta y muchos años, una edad demasiado avanzada para vivir como un fugitivo, pensé.

Después de terminar el café hice un alto en la lectura y volví a Ayer's Cliff, donde había pasado el resto de la mañana en mi cuarto, mirando artículos sobre el juicio. Posiblemente Elspeth había adoptado el apellido Dudley, que debía de ser el de su madre o el de un matrimonio ya terminado,  para evitar utilizar el tristemente célebre apellido de su padre. Aunque me resultaba difícil imaginar a Elspeth viviendo en pareja.


Cerré los periódicos e intenté infructuosamente llamar al móvil de Monsieur M. Una vez más. Hacía nueve días que no tenía noticias suyas ni lograba comunicar con él por teléfono, probablemente seguía viajando en una zona sin cobertura. Decidí que le escribiría un correo antes de acostarme. Bajé a la enorme cocina y rebusqué en el frigorífico. Me serví un tazón de borscht y mientras giraba en el microondas (al parecer el profesor Lesage no encontraba incompatible el amor por las casas victorianas, las antigüedades y los coches de época y el uso de electrodomésticos modernos) pensé en que después de comer saldría a da una vuelta por el asilvestrado jardín de Sussman House. Llevaba todo el día sentada leyendo y no me vendría mal estirar las piernas. Puede que incluso quedara algún arándano con el que hacer una tarta en las matas de detrás de la casa, si no se habían congelado o si los mapaches habían dejado alguno. Con el tazón en la mano, miré por la ventana junto a la que se encontraba la vieja mesa de formica y que daba a la parte trasera de la casa, y lo que vi casi me hizo volcarme la sopa encima: un hombre joven, de pelo oscuro, desnudo de cintura para arriba, el mono de trabajo abierto y enrollado en torno a las caderas, salía del granero a la derecha de la casa. Qué digo un hombre: un dios griego con el torso desnudo y brillante de sudor, en una tarde de noviembre en la que no hacía más de dos grados. Acarreando balas de paja. Incapaz de sentarme, me quedé de pie delante de la silla, la cara pegada a la ventana, la mandíbula colgante.


En lo tocante a la hospitalidad y a las atracciones para mantener a las visitas entretenidas, hay que decir que el profesor Lesage parecía pensar en todo.

(CONTINUARÁ)

BORSCHT SINIESTRO DE ELSPETH


INGREDIENTES
  • 50 gramos de mantequilla o dos cucharadas soperas de aceite de oliva 
  • 6 a 8 remolachas de buen tamaño peladas y picadas en cubos pequeños (o 250 gramos)
  • media col (mejor si es lombarda) picada en juliana
  • 1 cebolla grande picada fino
  • 1 zanahoria grande picada
  • 1 patata mediana picada groseramente
  • 3 dientes de ajo picados 
  • 1 litro y medio de caldo de carne (mejor si es de ternera)
  • el zumo de medio limón
  • crema agria (o yogur natural sin azúcar), para servir

ELABORACIÓN

Calentar el aceite (o fundir la mantequilla) en el fondo de una cazuela a fuego medio-bajo y revenir lentamente la cebolla, el ajo y la col. Cuando se hayan ablandado, añadir las remolachas, la zanahoria y la patata. Rehogar un momento.

Verter el caldo, salpimentar y llevar a ebullición tranquilamente. Una vez que haya empezado a hervir, cocer durante unos 40 minutos o hasta que las remolachas estén hechas. Pasar por la batidora (al gusto, hay quien prefiere el borscht cremoso y uniforme y hay quien prefiere triturarlo sólo parcialmente, dejando pedazos de verdura. Completar con el zumo de limón y un poco más de sal y pimienta si es necesario.

Servir con crema agria al gusto y un buen pan, y comer sin dar la espalda a la puerta, por si acaso.

miércoles, 9 de noviembre de 2011

El ataque de los ciempiés mutantes canadienses: el retorno. (Un post de serie B con filosofía de serie Z)

No os dejéis engañar por el título: eso del retorno es meramente una figura de estilo. Lo cierto es que no sólo no me he ido a ninguna parte, sino que la mayor parte del descanso/convalecencia tras la merde lo he llevado a cabo en la cocina montrealesa. Qué queréis que os diga: soy de letras, ergo pobre. Yo me imaginaba convaleciendo de otra manera, con elegancia europea, a la Thomas Mann, lánguidamente echada en una tumbona en un sanatorio suizo, contemplando pensativa las cumbres majestuosas con los pies bien tapados por una mantita, novela victoriana (algo de Wilkie Collins) y chocolate caliente -suizo- en ristre, mientras mis mejillas recuperaban su rosado color de antaño. Pues bien: no.

Tras un breve y sumamente agradable interludio gastronómico con Cocinera Intercultural, que vino a visitarme y con la que me paseé abundantemente (vimos, comimos y vencimos), aunque no tanto como me hubiera gustado, volví a trabajar. Ya lo he mencionado: soy pobre. En lugar del sanatorio en las montañas, he convalecido poniendo lavadoras, limpiando retretes con la escobilla, haciendo potaje y llevando gatos al veterinario, todo ello mientras Monsieur M., ese homérico hombretón con el que vivo  -o con el que no vivo, depende- el cincuenta por ciento del año, ese marido a control remoto, andaba por ahí llevando la electricidad (que no la buena nueva) a los rincones más remotos de la geografía quebequesa.  Durante mi supuesta convalecencia (si una la pasa trabajando... ¿se puede calificar aún de convalecencia?) también he preparado clases, corregido toneladas de trabajos  universitarios y amonestado-jaleado con entusiasmo variable al grupo de estudiantes que me ha tocado.

Después de una experiencia supuestamente reveladora como un cáncer, lo más sorprendente no es cuánto la dicha experiencia la ha cambiado a una, sino, como ha ocurrido con la crisis americana del 2008, lo igual que sigue todo tras un acontecimiento que constituye un punto de inflexión. Sí, claro, al principio uno tiene sus ratos de euforia y de vive-cada-día-como-si-fuera-el-último, pero a largo plazo el carpe diem extremo es agotador. Y bueno, ante la eventualidad de que mañana me despierte y siga viva, hay que tener algo en la nevera. Y el lavabo está que da asco. Así que tras la euforia y la gloria, vienen la escobilla y el estropajo, y se ocupan de nivelarlo todo más a ras de suelo. "Tras el éxtasis, la colada", dice Monsieur M., citando a uno de esos gurus cuyas obras abarrotan su estantería y que tantas ganas me dan de leer novelas de crímenes.

Me gustaría proyectar una imagen más profunda y sabia de mí misma contándoos la moraleja de la historia y todo lo que he aprendido, pero para qué mentiros: la lección principal que creía haber aprendido de todo esto, que es "no-te-agobies-por-pequeñeces" o "relativiza-relativiza-relativiza", ya intentaba practicarla antes. No era de las que se sacuden un ataquito de nervios porque se les rompe la tetera preferida o el gato acaba de potar una bola de pelos en la funda nueva del sofá, o el socio les deja los calzoncillos sucios siempre misteriosamente al lado del cesto de la ropa, jamás dentro. Sé que en el orden universal de cosas, eso no es grave. Y eso ya lo sabía "antes de".

Lo más curioso es que la vida no se divide tanto en "antes de" y "después de". La única diferencia es que ahora cada vez que entro en un despacho tengo que controlarme el reflejo de desabotonarme la blusa y mostrar los pechos a mi interlocutor. El director de la Facultad de Letras de la Ilustre Universidad en la que trabajo no entendería el gesto. Tampoco creo haberme vuelto mejor persona: si acaso, un poco más efusiva en lo tocante a las demostraciones de afecto, y subrayo el "un poco". Es difícil no ablandarse ligeramente cuando tus amigos se preocupan visiblemente por tí y lo que te pueda pasar. Pero no, no me paseo por ahí abrazando a la gente en el supermercado y dando besos a bebés y abuelos.

Quizá la conclusión -si es realmente una, que lo dudo- más curiosamente conmovedora y muy poco espectacular de todo esto sea que la vida sigue. Con las mismas memeces que antes, con las mismas cosas bonitas que antes. Y que estoy  contenta de continuar viviéndola y me doy cuenta de hasta qué punto es un privilegio poder hacerlo, especialmente bien acompañada y comiendo pastel de manzana.

*************


"Nobody can be exactly like me. Even I have trouble doing it."

Bloguera Innoble vive a lo grande, como de costumbre. Mientras vive a lo grande, pone lavadoras en el sótano de la barraca montrealesa. Monsieur M., su nórdico consorte, anda no muy lejos, en esa sección oscura y no terminada de este work in progress que es la barraca, y que él llama su taller de bricolaje y que ella llama The Room of Doom.

"Abandonad toda esperanza los que entráis aquí", le escribió una vez Bloguera Innoble en un rótulo para poner en la puerta, y él pareció pillar la indirecta porque esa semana hizo un esfuerzo y se puso a ordenarlo. Pero el estado normal del taller de Monsieur M. es lo que él llama un "caos creativo": un desorden profundo, demente y total. En el que él es perfectamente feliz y se las arregla para producir muebles, arreglos varios y hasta reparar las sillas de la cocina. Las pocas veces que Bloguera Innoble entra en The Room of Doom (muy pocas, le da migrañas), suele tropezarse con cajas de clavos, pilas de madera y otros objetos peligrosos (que él llama "material potencial"), así que entra lo menos posible y siempre con botas de trabajo, porque tiene que renovar la antitetánica.

El caso es que Bloguera Innoble anda pasando el contenido de la gigantesca y primitiva lavadora que parece ser el modelo normal en este lado del Atlántico a la gigantesca y primitiva secadora, mientras escucha a Monsieur M., que silba al trabajar. Monsieur M. nunca es más feliz que cuando está en su taller, claveteando y serrando como si no existiera nada más en el mundo. Bloguera Innoble encuentra muy discutible el estado de The Room of Doom, pero no tiene nada en contra de la felicidad de su cónyuge, así que sonríe y sigue lanzando toallas mojadas dentro de la secadora.

Esta mañana se siente particularmente tranquila, en paz consigo misma, su quebequés de marido y el universo en general. Justamente en el desayuno ha tenido un "momento Oprah" y ha hablado largo y tendido de recomenzar tras una enfermedad con una nueva perspectiva, de la calma que le invade a una después de vivir un momento crítico, de sentirse en nueva sintonía con su cuerpo y con todos los seres vivientes y ha parado ahí, porque se ha escuchado un momento y se estaba quitando las ganas de desayunar a ella misma. Monsieur M., espresso en una mano y La Presse en la otra, ha hecho los ruidos esperados "mmh-m-mh-¿ah, sí?" en los sitios apropiados, sin levantar la vista del periódico.

Una vez la secadora llena, Bloguera Innoble cierra la puerta y la pone en marcha. Se vuelve hacia la lavadora y la programa para un nuevo lavado. Mientras empieza a llenarse de agua, abre la caja del detergente. Y pega un alarido digno de cualquier campista rubia y pechugona de cualquier película de terror de serie B. Afortunadamente Monsieur M. no le estaba dando a la radial -en cuyo caso la escena hubiera empezado a parecerse de verdad a una película de terror-, pero viene corriendo al lavadero trastabillando con algo probablemente peligroso por el camino: -"¿Qué pasa?" dice, con sobresalto. Bloguera Innoble será insufriblemente locuaz, pero no es gritona. De ahí el susto.

Ella señala repetidamente la caja de detergente, alejándose de ella dando zancadas y haciendo muecas: -"Bicho."

Monsieur M. resopla ruidosamente y pone cara de paciencia: -"¿Ese grito por un bicho? Jolín, mon p'tit loup, tú tienes más arrestos que todo eso."

Bloguera Innoble, con expresión horrorizada y capacidad verbal súbitamente reducida: -"No. No bicho. BICHO. Enorme. Peludo." "Aggh." "Tú." Señala a Monsieur M. índice apuntando sucesivamente al enorme tórax y a la caja de detergente, con el gesto secular que tantas féminas han repetido a lo largo de los siglos, y que se traduce por: "Tú, Tarzán, tú, velludo, tú, grande, tú ocuparte de mamut-venado-bicho".

Monsieur M. resopla de nuevo y abre la caja del detergente. Contempla su contenido impertérrito, aunque se traiciona elevando ligeramente una ceja. Un ciempiés mutante montrealés de casi tres centímetros de largo agita sus numerosas patas peludas en medio del jabón en polvo. Su asqueroso cuerpecillo tiene un brillo gris y metálico. Es curioso como en un país nórdico un insecto puede alcanzar un tamaño tan tropical. Monsieur M. cierra la tapa del detergente y va a la caja del reciclaje. Rebusca un poco y vuelve con un pedazo de cartón y un bote de cristal. Bloguera Innoble lo observa a una distancia prudente, y profiere, agitada: -"¿Qué vas a hacer con ese bote? ¿Por qué no has ido a buscar un martillo neumático?"

Abriendo de nuevo la caja del detergente, Monsieur M. desliza el cartón bajo la sabandija y la cubre con el bote. Bloguera Innoble lo contempla horrorizada, mientras el bicho se retuerce como loco: -"¿QUÉ? ¿Adónde vas con eso?"

Monsieur M., que es grande, zen, ha eliminado el apego e intenta no matar nada si no es estrictamente necesario (salvo una vez en un albergue juvenil español en el que casi mata a unos veinteañeros borrachos que no nos dejaban dormir, pero ésa es otra historia, y rayaba seriamente en lo necesario)  responde, haciendo de nuevo un gesto de paciencia: -"Voy a sacarlo al patio."

Bloguera Innoble lo mira con ojos desorbitados: -"¿CÓMO?" -"AH, NO. Ni hablar." Prosigue con furia. -"No me has entendido. Yo no quiero que ese bicho tenga una vida mejor en algún sitio cercano a la casa en el que aún pueda reproducirse y ver crecer a sus nietos. Quiero. Que. Muera. Ya. Mismo."

Monsieur M. la contempla un momento y suspira: -"Veo que ya no te sientes tan en sintonía con todos los seres vivientes." Y levanta un poco el bote, señalando el inmundo bichejo con el mentón. 

Merde. Pues sí que estaba escuchando.

(Receta en el próximo post. Os lo prometo. Y no os perdáis la "nueva temporada" de la muy palpitante novela por entregas "Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades.")

miércoles, 2 de noviembre de 2011

Booh!

Mientras me pongo en forma y recupero el hábito de escribir, sigo con las entradas fotográficas, que son otra manera de contar historias. Este año, contra mi costumbre, he pasado Halloween fuera de Montreal. Por una vez, en lugar de abrir la puerta a los monstruos bajitos que vienen a pedir caramelos, me he paseado por otra ciudad, la más antigua de la provincia de Quebec. Por donde quiera que uno mire, ve casas históricas cuyos tejados metálicos brillan con luz propia contra el cielo plomizo de esta tarde de brujas...













...puertas extrañamente decoradas para indicar a las hordas de monstruos bajitos que la casa es amistosa y contiene mucho azúcar...




























...algunas de esas casas parecen salidas de una novela de miedo victoriana, y son curiosamente inglesas em una ciudad en la que impera el francés



... y gente extraña que pasea por las calles...