jueves, 25 de noviembre de 2010

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades: una historia por entregas (parte 4). Pastel crepuscular de sirope de arce.

Ese primer té vespertino que tomamos el profesor Lesage y yo la tarde de mi llegada a Sussman House fue el primero de muchos tés tomados en la biblioteca durante ese mes de noviembre que pasé en Ayer's Cliff. La biblioteca de Sussman House era lo que había imaginado en mis sueños más locos:  estanterías de libros cubriendo tres de las cuatro paredes desde el suelo hasta el techo, provistas de escaleras de mano con ruedas para alcanzar los estantes más altos, gruesas alfombras orientales, techos y zócalo de artesonado de madera oscura, papel pintado adamascado, chimenea con repisa de piedra clara esculpida en volutas, sillones de cuero, un gigantesco escritorio de caoba y dos grandes mesas en puntos opuestos de la habitación, pensadas probablemente para abrir grandes libros de grabados o extender planos. La primera vez que entré en ella me pareció haber entrado en una novela de Conan Doyle. Tras una semana de trabajar allí y explorar los volúmenes almacenados, me sentía como en mi casa. De hecho, no me hubiera importado quedarme a vivir en esa biblioteca.  

A la caída de la tarde, normalmente a la puesta de sol, que en noviembre en Quebec llega asombrosamente pronto, la somnolencia se me echaba encima de forma indefectible. La penumbra empezaba a invadir la sala de altos ventanales, y yo empezaba a ahogar bostezos lo mejor que podía, mientras luchaba por poner orden en la increíble colección de libros de mi mentor.

El profesor, bien porque él mismo notara el cansancio que invade a todos los habitantes de estas latitudes en este mes oscuro, o porque notara mi bajón de energía, levantaba la vista de su trabajo, calándose las gafas de leer que siempre le quedaban en precario equilibrio en la punta de la nariz aguileña, encendía la espléndida lámpara Tiffany que tronaba en una esquina de su escritorio y rompía el silencio diciendo: -"Eh bien, ma chère, ¿qué me dice usted de un té? Después de todo, somos gente civilizada, n'est-ce pas? No quiero que ese enorme marido suyo me acuse de haberla agotado a un ritmo de trabajo de galeote." Dicho lo cual, levantaba el auricular del teléfono y llamaba a Elspeth, que se hallaba en la cocina. Sussman House aún poseía curiosidades como esos gruesos cordones de terciopelo que se utilizaban para llamar al servicio a golpe de campanilla. Sospecho que ese muy victoriano sistema de comunicación aún funcionaba, pero que el Professeur lo encontraba trasnochado y de mal gusto y prefería utilizar la función interfono del teléfono. Encargaba una tetera de Earl Grey o de té al jazmín, una copita de oporto, un poco de queso cheddar o Stilton acompañado de crackers y algún dulce, que normalmente había preparado yo misma la víspera.  

Con la tranquila sincronía producto del hábito de trabajar con el Professeur, yo tomaba la llamada como una señal de que era el momento de hacer una pausa. Me estiraba discretamente, intentado desentumecer el cuello, me levantaba, encendía un par de lámparas de pie que se encontraban repartidas en la enorme dependencia y me acercaba a uno de los altos ventanales, para observar lo poco que el crepúsculo permitía ver. Las sombras de los árboles desnudos se alargaban, rodeando la casa, el sol se ponía detrás de las colinas. El jardín empezaba a desaparecer, melancólico, en el azul casi marino de la tarde. A menudo me encontraba deseando que nevara. Este año la nieve estaba tardando en llegar: normalmente en Quebec empieza a nevar por Halloween y ya no para hasta abril. La nieve ilumina los bosques por la noche, haciendo que los atardeceres de noviembre sean menos siniestros. Debido al aislamiento en el que se encuentra Sussman House era completamente innecesario echar los pesados cortinajes de terciopelo burdeos. Y tanto el Professeur como yo preferíamos ver las copas de los árboles cuando levantábamos la vista del trabajo.

Mientras yo miraba por la ventana, el profesor se aplicaba a encender un fuego en la pequeña chimenea de la biblioteca. Como muchos quebequeses (de nacimiento o de adopción), había adquirido la costumbre de hacer fuego por las tardes desde la primera semana de octubre. No podía decirse que la temperatura del caserón fuera fría, el viejo sistema de calefacción a caldera central de agua caliente funcionaba bastante bien (con algún que otro inquietante borboteo y vagido de cañerías), pero el tamaño demencial de la casa y sus techos altísimos hacían que siempre hiciera un par de  grados menos que los necesarios para sentirse realmente cómodo. Sobre todo yo, que soy una friolera terrible. La primera jornada de trabajo en la que me presenté en la biblioteca con una bufanda a cuadros anudada al cuello, para evitar esas malditas corrientes de aire que me agarrotaban el cogote y me producían lo que yo había dado en llamar "tortícolis victoriana", provoqué la hilaridad de Lesage, y mientras él reía con su acostumbrada risa ronca, yo justificaba mi atuendo diciendo: -"No sé qué es lo que le hace tanta gracia, Professeur. Mi indumentaria es muy apropiada para el trabajo de escribano que hago aquí. Muy Dickens. Estoy pensando en añadir unos viejos guantes de lana a los que he cortado los dedos, para poder teclear." Ante lo cual él fingía ofensa y gruñía que nadie lo acusaría de ser un Scrooge. Y se apresuraba a encender el fuego apilando demasiados leños en la chimenea y atizando las llamas ostentosamente.

Elspeth llamaba a la puerta de forma atronadora, y uno de los dos acudía a abrirla, para dejarla pasar con la enorme bandeja del té. Cada tarde Lesage le sugería amablemente que utilizara uno de los carritos de transporte, carrito que le evitaría hacer equilibrismos cargada como una mula, y cada tarde Elspeth respondía con un resoplido de desdén, como si fuera la idea más peregrina que había oído nunca. La adustez de Elspeth no parecía molestar en lo más mínimo al viejo profesor. Elspeth, alta, flaca, toda ángulos y aristas, con unos ojos azules ligeramente acuosos, la nariz prominente, los pómulos salientes y el pelo de un rubio ceniza casi blanco, siempre tirante hasta un punto que parecía doloroso, depositaba la bandeja en una mesita frente a la chimenea, servía secamente la primera taza de té a pesar de que cada tarde el Professeur le decía: -"Gracias, Elspeth. No se preocupe, ya nos servimos nosotros" y se iba sin decir palabra, el ceño siempre fruncido. Yo no podía evitar pensar en ella como "Mrs. Ama de Llaves Siniestra" o "Madame Vinagre". La impresión que me dio el día de mi llegada no había cambiado un ápice.

Una de las primeras tardes, a la puesta de sol de un día singularmente gris y mortecino, tras seguir a Elspeth con la mirada, y cuando ésta hubo cerrado la puerta tras de sí en su silencio habitual, me instalé cómodamente en uno de los dos sillones Chippendale, de gastada tapicería escocesa, que se encontraban a cada lado de la mesita, de cara al fuego. Carraspée un poco mientras hacía los honores -sin leche ni azúcar para mí, con una nube de leche para el Professeur-: -"Ajem, si me permite el comentario, la temperatura de la habitación parece bajar un par de grados cuando Elspeth entra. Y no me estoy quejando de su técnica para hacer fuego, Professeur. Usted hubiera sido un dignísimo varón de las cavernas."

-"Bueno, es obvio que la buena de Elspeth me aborrece. Lo que es menos obvio" -dijo, pensativo, mientras se sentaba a su vez y se cortaba un pedazo de pastel de sirope de arce, - "es saber exactamente por qué. Bien mirado, razones no le faltan. Soy francófono, soy judío, y soy francés. Soy un tal cúmulo de minorías raciales, culturales y religiosas potencialmente detestables, que me extraña que hasta ahora no haya intentado envenenarme." (Los anglófonos  y francófonos quebequeses se detestan mutuamente con una inquina secular. El acento de Elspeth cuando habla francés debía de ser anglófono, aunque no me sonaba como tal.)

-"Si puede servirle de consuelo, monsieur, no creo que Elspeth sea una francófoba antisemita. Parece odiar por igual a todo el resto de la humanidad. Cuando llegué el primer día y llamé a la puerta, me recibió con una mirada capaz de cuajar la leche. Esa mujer puede hacer cheddar con sólo pasar junto a una vaca. " Dije, de buen talante, cortando un pedazo de queso para ilustrar mis palabras y poniéndolo encima de un cracker de avena.

-"Jjjum, jum. Sí, probablemente tenga usted razón. El caso es que cuando Anna -mi querida esposa- falleció, descubrí que mis talentos de cocinero eran muy limitados, por no hablar del estado lamentable en el que la casa parecía mantenerse, independientemente de los esfuerzos que hiciera por limpiar o poner orden. No porque mi mujer limpiara," (la mujer de Professeur P. era jueza en la corte suprema canadiense), -"pero controlaba la gestión del personal doméstico con ojo de águila. Elspeth tiene el carácter de un pit bull - y la expresión, ahora que lo pienso - pero deja la casa escrupulosamente limpia, y todo lo que cocina es comestible. Salvo unos horribles sándwiches de corned beef que deja hechos para su día libre. Aparte de eso, no tengo queja. Es una combinación perfecta de empleada doméstica, ama de llaves, cocinera y alférez de infantería." Pausa para tomar un sorbo de té y enjugarse cuidadosamente los bigotes con una esquina de la servilleta. Professeur Lesage es uno de esos barbudos bien educados que no afligen a sus compañeros de mesa con migas, gotas y otros subproductos de comida pegados a las barbas. -"Mmh. Este pastel es celestial, ma chère. Dorado, jugoso, tierno... con la sospecha justa del dulzor amaderado del sirope. Perfecto para una tarde lúgubre como ésta. Como un fuego de chimenea gustativo."

Dejando la taza en el platillo con un leve tintineo añadió, con ligereza: -"Y Elspeth tiene su toque de exotismo: es hija de un asesino de masas notorio."

(CONTINUARÁ)

PASTEL CREPUSCULAR DE SIROPE DE ARCE

INGREDIENTES:
  • 1 taza (o 16 cucharadas soperas) de mantequilla sin sal a temperatura ambiente o de aceite vegetal de sabor ligero, como el de maíz o girasol. Más un poco para engrasar el molde. Yo hice el mío con aceite, porque el Professeur está mayorcito y hay que cuidarlo.
  • 2 tazas y 1/2 de harina blanca, tamizada, más un poco para espolvorear el molde
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo (tipo Royal)
  • 1 cucharada de té de bicarbonato
  • 1/2 cucharada de té de sal
  • 3/4 de taza de sirope de arce (si no lo encontráis, ni se os ocurra sustituirlo por sirope de glucosa, o de maíz, o alguna de esas guarradas americanas... probad con miel, aunque el tiempo de horneado cambiará un poco)
  • 1/2 taza de azúcar moreno, el más oscuro y menos refinado que podáis encontrar
  • 2 huevos grandes, a temperatura ambiente
  • 1 cucharada de té de extracto de arce, (o de vainilla)
  • 3/4 de taza de crema agria (o de yogur natural) 
  • Opcional: 1 taza y 1/2 de dulce de leche o cajeta, para el relleno. Si no hay un supermercado latino en vuestra ciudad, podéis recurrir al viejo método de cocer la leche condensada vosotros mismos. Aunque no es indispensable, el pastel está bueno sin el relleno. Yo no tenía, así que en las fotos podéis ver que el mío está simplemente glaseado. Y estaba delicioso.
  • Azúcar de arce (para los residentes en Quebec) o nueces de Pecán para decorar


INGREDIENTES PARA EL GLASEADO DE ARCE:
  • 1/4 de taza de sirope de arce
  • 2 cucharadas soperas de mantequilla fundida
  • 1 taza de azúcar glas (más o menos, puede ser una y media, depende del espesor del sirope)
  • 1 cucharadita de té de extracto de arce o de vainilla
  • Una pizca de sal, si la mantequilla utilizada es sin sal
 
ELABORACIÓN DEL BIZCOCHO:
 
Precalentar el horno a 185º. Enmantequillar y espolvorear con harina un molde de bizcocho, de preferencia uno redondo. Reservar. En un gran bol, mezclar los ingredientes secos: la harina tamizada, la levadura, el bicarbonato y la sal. Reservar. En otro gran bol, batir el aceite o la mantequilla a punto pomada, añadir el sirope de arce y el azúcar hasta que todo esté bien cremoso y ligero, con un tono más pálido que al empezar a batir. Añadir los huevos uno por uno, incorporándolos bien. Mezclar el extracto de arce o de vainilla.
 
Incorporar la mezcla de harina en tres veces, alternando con la crema agria (o yogur) en dos veces. Empezar y terminar con la harina. Una vez bien mezclados todos los ingredientes, verter la masa en el molde y alisar la superficie con una espátula. Meter en el horno precalentado y bajar la temperatura del mismo a 180º. Hornear entre 40 y 45 minutos, aunque depende de vuestro horno. El pastel estará hecho cuando pinchéis en el centro con un palillo y éste salga limpio.
 
Dejar enfriar 10 minutos en el molde, y desmoldarlo en un plato grande. Una vez frío del todo podéis cortarlo transversalmente con un cuchillo largo de sierra (espero que tengáis buen pulso) y rellenarlo con el dulce de leche. Para glasearlo también hay que esperar a que se enfríe por completo.
 
ELABORACIÓN DEL GLASEADO DE ARCE:
 
Batir el sirope con la mantequilla fundida y el extracto de arce o de vainilla. Tamizar el azúcar glas (con un colador se hace muy bien) e incorporarlo poco a poco, hasta que el glaseado tenga una consistencia como de leche condensada cruda y sea de color blancuzco. Verter por encima del pastel con delicadeza y de forma gradual, repartiéndolo uniformemente con una espátula. Conservar el pastel en un lugar fresco hasta la hora de servirlo. El glaseado se endurecerá en poco tiempo y formará una suave y brillante costra azucarada.





martes, 9 de noviembre de 2010

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades: una historia por entregas (parte 3).Tarta de manzana sin fondo.

Professeur Lesage no exageraba: Sussman House es monstruosamente grande. Construída en el estilo victoriano loyaliste, un pariente del gótico americano, en una mezcla de madera y ladrillo rojo, sus dos pisos (tres, si contamos el ático en el que antiguamente se alojaban los sirvientes pero que hoy está deshabitado) se imponen en la pequeña vaguada en la que está construída.

De planta irregular, con su galería rodeando todo el perímetro de la casa, su torre octogonal terminada en una veleta, con aguilones rematando los tejadillos, sus ventanas alargadas en mirador, profusamente decoradas con molduras, su porche adornado con calados de madera, en el que preside la puerta principal, de color oscuro, coronada por un gran arco de estilo Tudor, el tejado de Sussman House es el detalle típicamente quebequés que impide que esta casa transporte al visitante directamente a la campiña británica: es un tejado en chapa de cobre que el tiempo y la intemperie han teñido de verde. El mismo tipo de tejado que en primavera se convierte en un auténtico peligro: diseñado con una pendiente pronunciada para que la nieve y el hielo acumulados se deslicen por él y así aligeren a la estructura del peso adicional, el deshielo provoca desprendimientos súbitos de enormes cargas de nieve y algún que otro carámbano afilado como un punzón. Si alguien tiene la mala fortuna de pasar debajo de una cornisa en el momento exacto de la avalancha, puede resultarle fatal.

El vasto terreno que pertenece a la propiedad del profesor Lesage se considera como situado en el área municipal de Ayer's Cliff, pero, como sucede muy a menudo en Quebec, sólo lo está de nombre en las escrituras, porque en la práctica la casa está rodeada de un denso bosque, mezcla de arces y coníferas, que la ocultan totalmente a la vista de los conductores ocasionales que pasan por la carretera que lleva hasta el pueblo. El municipio de Ayer's Cliff, situado en el condado de Memphrémagog (como el lago del mismo nombre, de origen algonquino), en la región de los Cantones del Este de Quebec, es muy reciente según los baremos europeos: fue oficialmente constituido en 1909, aunque desde finales del siglo XVIII está impregnado de ese lustre tan anglosajón que tienen la mayoría de los pueblecitos de la región. Los Cantones del Este deben su nombre al sistema de propiedad británico en el que la tierra se dividía en cantones y los cantones se agrupaban en condados, sistema heredado de los colonos loyalistes. Los loyalistes eran colonos ingleses residentes en lo que hoy son los Estados Unidos, colonos que permanecieron leales a la corona británica tras la declaración de independencia de 1776 (de ahí el nombre, los "leales"), lealtad que pagaron con el exilio. Esos colonos dejaron como herencia un pequeño islote de lengua inglesa en una provincia de habla mayoritariamente francesa, así como una arquitectura ligeramente diferente al resto de Quebec.

La historia de Ayer's Cliff es bastante banal: John Langmaid, natural de New Hampshire, fue el primer colono que tomó posesión de las tierras en las que hoy se sitúa el pueblecito, parcela que bautizó con su nombre, Langmaid's Flat. En ellas estableció un pequeño hotel en el que se alojaban los viajeros de las diligencias provinientes de los Estados Unidos. En 1799, un tal Thomas Ayer le compra la propiedad, con la idea de construir en ella una vía de ferrocarril. Tras esta compra, la tierra se rebautizó con el nombre  de Ayer’s Flat. Pero el nombre, que hace alusión a una tierra pantanosa, baja, plana y medio sumergida a orillas del gran lago Massawippi, no suena bien para atraer a inversores potenciales. Ésa es la razón por la que se cambia por Ayer's Cliff en 1904, ya que la palabra cliff (acantilado, barranco) también evoca el relieve del lugar.

Sussman House se encuentra flanqueada por unas colinas en su lado norte, la parte trasera de la construcción, a la que da la ventana de mi habitación. En estos sombríos días de noviembre, en los que los árboles han perdido todas las hojas y aún no hay nieve, la orografía del lugar le da un aspecto oscuro. Un riachuelo, probablemente un afluente del río Tomifobia (todo un nombre) delimita la línea entre el terreno que muestra señales de haber sido toscamente desbrozado por un jardinero inexperto (incluso hay un intento de césped) y el linde del bosque. Matas de frambuesas salvajes marcan la frontera entre la civilización y la naturaleza. En el fondo de este jardín asilvestrado, a la izquierda de la casa según se ve desde el camino de entrada, hay un cobertizo de herramientas, y a la derecha un enorme granero de madera a la canadiense, del tamaño de un hangar, el tejado en mansarda, a dos aguas, pintado de rojo, las paredes de cedro sin pintar, con ese color grisáceo, pátina de muchos inviernos bajo la nieve. Por la paja amontonada fuera, el edificio hace las veces de establo. Creo recordar que el profesor Lesage me había mencionado que tiene dos caballos, ofreciéndome la posibilidad de montar durante mi estancia.

En mi paseo de reconocimiento, emprendido media hora después de haber llegado, arrebujada en mi chaquetón y pertrechada de unas muy necesarias botas de caucho (lo reconozco, soy una curiosa, pero una curiosa previsora que viene al campo bien preparada) hasta he visto un antiguo pozo cerca del granero, con su brocal de piedra y todo. Un pozo sin fondo (sí, he lanzado una piedra para comprobarlo). Decididamente, esta casa está completamente equipada: amas de llaves siniestras y pozos sin fondo. Sólo faltan murciélagos colgando de los candelabros del salón y una cripta familiar en algún rincón del jardín. Aún no he recorrido todo el jardín -está empezando a anochecer y he leído la suficiente literatura victoriana como para no hacerlo a oscuras- ni tampoco he visto el salón, así que hay posibilidades. Me digo que mañana terminaré la exploración. Es una tarde típica de noviembre, gris y húmeda, y empieza a hacer frío. No estamos lejos de las primeras nieves, y la temperatura por las noches ya cae a bajo cero. Termino de rodear la casa.

Un estrecho camino de grava lleva de la carretera hasta el porche principal. Para vivir aquí es absolutamente necesario un coche, sobre todo en invierno. O un par de esquíes, si uno ha perdido el juicio y no necesita cargar con gran cosa en la compra semanal. Me pregunto qué medio de transporte usa el viejo Professeur hasta que, terminando la vuelta completa a la casa, la respuesta salta a la vista: dos coches aparcados en la entrada. Un Golf gris de lo más anodino y, santo cielo, un enorme (y tiene que serlo, para seguir pareciéndolo al lado de esta casa gigantesca) Chrysler Saratoga, de color crema. Con asientos de cuero rojo. Y parachoques cromados con suficiente brillo como para rehacerse el maquillaje reflejándose en ellos. Lo miro estupefacta, mientras subo las escaleras de la entrada. Esto no es un coche, pienso. Es un portaaviones. Este coche es a los coches lo que las camas de agua en forma de corazón son a las camas de hotel. Empiezo a hacerme una idea de lo que hace mi profesor durante su jubilación.

-"¡Ah, ma chère! Ya ha llegado. Y veo que admira mi modesto carruaje." La voz, conocida, viene de detrás de mí. Me vuelvo, la mano aún en el pasamanos de las escaleras. Professeur Lesage se acerca a buen paso, una larga hierba silvestre entre los dientes que exhibe al completo en una gran sonrisa, vestido de sombrero de fieltro verde oscuro, chaquetón de lana marrón a cuadros, entreabierto, con una bufanda cruzada de forma casual pero elegante, que deja entrever sus sempiternas camisa blanca inmaculada y corbata, y pantalón de tweed

-"1959, todas las piezas son originales. Una extravagancia de viejo ocioso. Este coche podría resistir al cataclismo del fin del mundo", dice con cariño, dando palmaditas a uno de los desmesurados alerones traseros.

-"No sabía que le gustaban los coches de, ehr, época", digo, tendiéndole una mano. El profesor Lesage, aún muy francés a pesar de las décadas pasadas en Quebec, me estrecha la mano y tira vigorosamente de ella para acercarme a su barbuda mejilla y plantarme dos besos.

-"Voyons, ma chère, hay confianza", me dice, riendo. Respondo al saludo con la misma mezcla de sonrojo y afecto de siempre.

-"Años y años de severa educación católica, Professeur. Las monjas nos propinaban descargas eléctricas si tuteábamos a los profesores. Ni le cuento lo que hubiera pasado si les hubiéramos dado dos besos. ¿Cómo está?"

-"¡Jum, jum!" Ríe de nuevo el profesor, entre sus barbas. -"Estupendo, estupendo. No podría estar mejor. Aunque me temo que yo mismo empiezo a ser "de época". Por cierto, sé que ha venido en autobús, va a necesitar un medio de transporte mientras esté aquí. Es lo que tiene vivir en el campo, el más mínimo recado se convierte en toda una expedición. Le prestaré mi coche, va a tener la suerte de conducir esta joya. Y no se la prestaría a cualquiera. Tiene permiso de conducir, ¿verdad?"

-"Oh. No para pilotar transatláticos. Euh, gracias. " Miro al "barco", llena de duda.

Professeur Lesage suelta un ligero resoplido de risa y hace un gesto hacia la puerta. -"Pero entre, y hablaremos más cómodos, delante de un vasito de algo."

Echo una última mirada ligeramente desorbitada al Chrysler, mientras empiezo a subir los escalones. -"El motor de ese coche, es a fisión de uranio, ¿verdad?"

-"¡Ooh, jum, jum! He echado de menos trabajar con usted."

-"Ya, seguro. Lo dice porque sabe que he traído tarta."

-"Ah, bon? ¿De qué, si me permite la pregunta?"

-"De manzana. Es una tarta insondable, como el pozo de su jardín. Sin fondo. Por lo de su línea. Menos masa, menos kilos de los que preocuparse. Para que vea que pienso en su salud. Y en todos esos espléndidos trajes de tweed que tiene. Quiero que pueda seguir entrando en ellos."

-"Me mima demasiado, ma chère. Pero tiene usted pinta de tener frío. Esa tarta va a acompañar estupendamente una buena taza de té para usted, y una copita de oporto para mí. Con eso, deberíamos poder llegar a la cena sin problemas. Y conociéndola, estoy seguro de que ha traído algo más."

-"Será consentido... pues sí. Unos pastelitos de calabaza."

-"Oooh. Va a ser un mes extremadamente agradable", dice el profesor, cerrando la puerta tras de sí. La oscuridad del vestíbulo de Sussman House nos envuelve de golpe, parece tragarnos.

(CONTINUARÁ)

TARTA DE MANZANA SIN FONDO
 
INGREDIENTES:
  • 3 libras de manzanas (unas 7-8 manzanas) más bien ácidas, como Granny Smith, peladas y cortadas en rodajas más bien gorditas, de unos 3mm... no las midáis, la tarta no saldrá más rica)
  • 2 cucharadas soperas de zumo de limón recién hecho
  • 2 cucharadas soperas de Maizena (fécula de maíz)
  • 1/4 de taza de azúcar, más un poquito para espolvorear
  • 3 cucharadas de té (bien colmadas) de canela
  • 1/2 cucharada de té de nuez moscada
  • 1/8 de cucharada de té de sal fina
  • 1 huevo
      PARA LA MASA QUEBRADA:
  • 1 taza y 1/4 de harina, más un poco para espolvorear la mesa de trabajo
  •  1/2 cucharada de té de sal fina
  • 1/2 cucharada de té de azúcar
  • 1/2 taza de mantequilla fría, recién sacada del frigorífico y cortada en pedacitos (o margarina, si tenéis que vigilar el colesterol, aunque vaya contra mis principios, en la masa quebrada no se puede utilizar aceite por cuestiones de textura)
  • 1/8 a 1/4 de taza de agua helada (truquillo de Sirope de alce: utilizar agua mineral con gas, el gas ayuda a que la masa salga mucho más ligera, pero no es imprescindible)
ELABORACIÓN DE LA MASA QUEBRADA 

Si tenéis un robot de cocina muerto de risa en una esquina del mostrador, éste es el momento de darle uso: la masa quebrada queda absolutamente perfecta en robot, y se prepara en un parpadeo. Echar la harina, la sal y el azúcar en el recipiente del robot, y pulsar un par de segundos para mezclarlos. Añadir la mantequilla en pedacitos y trabajarla durante unos 10 segundos hasta que la  mezcla tenga aspecto muy grumoso (si hacéis la masa quebrada a mano, en un gran bol mezclar con los dedos harina y la mantequilla, teniendo cuidado de no trabajarla mucho tiempo, para que el calor de las manos no funda la mantequilla, ya que los pedacitos atrapados en la masa se fundirán en el horno y le darán su textura ligera y crujiente). Verter el agua helada con el robot en marcha, en un chorrito uniforme, hasta que la mezcla adquiera aspecto de masa, unos 30 segundos como máximo (no batir demasiado es muy, muy importante en esta receta).
En la mesa de trabajo un poco enharinada, hacer una gran bola con la masa trabajando rápidamente, para que no se recaliente. Ponerla encima de un buen  pedazo de film plástico (el que se usa para envolver alimentos), taparla con otro buen pedazo de plástico y estirar con el rodillo hasta formar un disco de un espesor de unos tres centímetros. Refrigerar por lo menos una hora (en ese tiempo preparar el relleno de manzanas). Si dobláis la cantidad de ingredientes, podéis hacer dos discos de masa y congelar el que no utilicéis bien envuelto en su plástico y metido en una bolsa de congelación hermética. La próxima vez que queráis hacer una tarta, descongelad la masa en el frigorífico durante un par de horas, y tendréis la mitad del camino hecho.

ELABORACIÓN DEL RELLENO DE MANZANA

En un bol, mezclar el azúcar, la Maizena, la canela, la nuez moscada y la sal. En otro gran bol o ensaladera, echar las rodajas de manzana y mezclar con el zumo de limón. Espolvorear uniformemente con la mezcla de canela y azúcar, revolver bien hasta que todas las rodajas estén bien cubiertas.

MONTAJE DE LA TARTA

Precalentar el horno a 200°C. Enmantequillar un molde de tarta bastante profundo (el mío tiene casi 5 cm de profundidad). Verter las rodajas de manzana.

Estirar la masa quebrada refrigerada, hasta que tenga unos 3mm de espesor, manteniéndola entre los dos plásticos. Si os gusta el acabado de mi tarta, levantar el plástico superior y cortar con un cortapastas en forma de hoja. Las "galletas" que obtendréis así se levantan sin problemas si conserváis el plástico de debajo. Ir colocando las hojas de masa encima del relleno de manzana, superponiéndolas ligeramente. Si preferís el acabado clásico, levantar el plástico superior, estirar la masa con el rodillo, y aprovechar cuando se quede pegada alrededor del mismo para estirarla por encima de la tarta. Pinzar con los dedos alrededor del molde para pegar bien la "tapa" de masa. Con un cuchillo, recortar toda la que sobre. Perforar  unas cuantas hendiduras para que salga el vapor durante el horneado.  

Barnizar con el huevo batido y espolvorear con un poco de azúcar. Para obtener una masa extracrujiente, aplicar un poco de agua (en lugar del huevo) con una brocha justo antes de meter al horno, y espolvorear con azúcar.

Hornear a 200°C durante media hora. Bajar el horno a 180°C y hornear entre 20 minutos y media hora más, hasta que la masa esté dorada y veáis los jugos de cocción de las manzanas borbotear alegremente. Los aromas de canela y manzanas al horno que flotarán por casa os darán ganas de no salir nunca más.

Servir à la mode (aún caliente, con una bola de helado de vainilla por encima). Recibir con modestia los cumplidos, ovaciones, hurras y besos que os dediquen los comensales.