domingo, 31 de octubre de 2010

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades: una historia por entregas (parte 2). Pastel sangriento de remolacha y chocolate negro.

La razón por la que en este momento me encuentro sentada en la alfombra sosteniendo la mano de lo que en un principio he tomado por un cadáver remonta a hace poco más de un mes, cuando recibí un correo de mi ex-director de tesina, el profesor Paul Lesage.

Professeur Lesage, como le llamo para mí misma, remedando la manera inglesa en la que uno se dirige a sus profesores universitarios por su título, o Professeur P. (por su nombre de pila), como le llamamos en nuestras conversaciones mi amiga Eddy y yo (Professeur P. dirigió las tesinas de ambas) es un eminente lingüista septuagenario, barbudo, judío y jubilado, todo ello no necesariamente por orden de importancia. Lo de septuagenario lo he deducido por datos que he recopilado a lo largo de nuestros encuentros, pero no porque me haya mencionado su edad.

Professeur Lesage es uno de esos seres intemporales y desbordantes de vitalidad a pesar de haber vivido ya muchas décadas: mantiene una cierta coquetería, la misma que provoca que cuando hace referencia a su edad no mencione cifras, y que muy de vez en cuando me tire los tejos muy discretamente –y de forma simbólica, por guardar las formas más que nada-. A pesar de ello, siempre se comporta como un perfecto caballero.

-« Usted está casada, ¿verdad, ma chère? » me soltaba en medio de una sesión de trabajo, cuando yo estaba intentando revolucionar el mundo de la lingüística con mi tesina interminable.

–« Oui, Professeur. », respondía yo con cara de póquer, sin levantar la vista de mis gráficos.

Con un brillo travieso en la mirada, mesándose la barba pensativo, proseguía: -« Y su marido, ¿es muy grande? ».

–« Enorme, Professeur. » Respondía yo, muy seria. Lo cual provocaba una de sus risillas, y seguíamos trabajando sin otro comentario.

De estatura mediana, más bien tirando a bajito, con una tripilla incipiente que apenas se insinúa debajo de sus sempiternos chalecos de lana (que ya nadie lleva bajo la americana con coderas, sólo él), una barba tan tupida que podría albergar a toda una familia de gorriones, unas gafas de montura plateada muy ligera, le bon professeur tiene una risa grave de ex-fumador de pipa, que suena mitad como si se estuviera masticando la barba y mitad como un viejo Chevrolet al que le cuesta arrancar (algo así como "¡Jum, jum, jum!").

Professeur Lesage es de esa raza de hombres en vías de extinción que se pone la corbata cuando se viste por las mañanas y ya no se la quita, aunque sólo salga para comprar el periódico en el depanneur (la versión quebequesa de los colmados), o simplemente al jardín, a llenar con semillas los comederos de pájaros.

De mirada chispeante de humor, este curtido lingüista nacido en Francia habla ocho idiomas ("siete", dice él como excusándose, con un tono de modestia que apenas suena a falso, "el japonés sólo lo chapurreo") y es capaz de leer en una docena. Posee tres doctorados (ninguno de ellos honoris causa, todos ellos ganados con el sudor de su frente) de tres universidades europeas diferentes, y en su currículum interminable se puede leer que durante su prolífica carrera ha sido profesor en Cambridge, la Sorbona, Friburgo y Harvard, para terminar en la Universidad de Quebec. Digamos que en el plano del intelecto, Professeur Lesage es la animadora rubia con busto enorme y a su lado yo me siento la gordita del baile. Cualquiera se siente la gordita del baile.

A pesar del complejo de ignorancia crasa que me brota como una erupción cada vez que lo veo, adoro, no, venero al Professeur Lesage. Con un respeto secular, anticuado, un respeto de discípulo a maestro. Mi respeto no nació sólo de la mera admiración académica que le profeso al viejo profesor, admiración que si bien es desmedida, no bastaría en mi caso para justificar tamaño culto a este hombre culto. Si me permitís otro juego de palabras idiota.

Professeur P. se ganó mi adoración por su calidad humana tanto como académica. Esperó pacientemente el lento y doloroso parto de la tesina durante dos largos años, sin una palabra de impaciencia o una crítica ácida, más bien al contrario: en una época en la que la simple mención de la condenada tesina me volvía el estómago del revés como un calcetín, Professeur Lesage sólo me dirigía palabras de aliento. Creo que una simple frase sarcástica de su parte que hubiera puesto de relieve mi incompetencia hubiera bastado para que lo mandara todo a paseo, tan cerca como estaba del desaliento máximo. Pero él fue todo ánimos, paciencia infinita, sabios consejos y mucho humor para desdramatizar mis momentos más pesimistas, todo ello espolvoreado de oportunas -y metafóricas- patadas en el culo cuando la situación lo requería. Y de algún que otro chiste sorprendentemente rijoso. Y todo eso a pesar de haber perdido a su mujer de un cáncer fulminante y haberse jubilado durante mi segundo año de suplicio académico. Podría haber hecho lo que cualquier otro profesor hubiera hecho: dejarme plantada y pasarle el problema a otro. Podría haberse ido a vivir al campo a pasar su pena, o a jugar al golf, o a un crucero por Alaska, o a cazar alces, o lo que quiera que sea que hacen los lingüistas judíos, barbudos y políglotas cuando se jubilan. Pero Professeur P. permaneció fielmente junto al cañón y esperó a que yo obtuviera el título. Con lo que a cambio se ganó mi eterna lealtad.

Poco después de que yo terminara -al fin- mi tesina que sin duda un día -lo sé- revolucionará el mundo de la lingüística, Professeur Lesage decidió al fin retirarse del mundanal ruido en el pueblecito de Ayer’s Cliff, en los Cantones del Este, la región de Quebec lindante con la frontera estadounidense. Se estableció definitivamente en lo que hasta entonces había sido su casa de campo para los fines de semana, un antiguo caserón campestre de madera, en el estilo típicamente victoriano del sur de Quebec, con nombre y todo: Sussman House. Y cada uno prosiguió con su vida.

No obstante, Professeur P. y yo mantenemos un contacto fiel aunque no muy frecuente. A él le gusta saber qué ha sido de sus ex-pupilos, y a mí me gusta saber de él, punto. Como profesora aprecio que mis antiguos alumnos me cuenten qué ha sido de sus vidas, cuando les va bien me gusta pensar que quizá haya contribuido mínimamente a ello, pensamiento que me mantiene razonablemente entusiasmada por la profesión y alejada de los antidepresores. Así que cuando encontré mi nuevo e interesante trabajo le escribí la noticia, y cuando se me terminó el contrato (con una promesa de ser renovado tres meses más tarde, en un nuevo cuatrimestre universitario), Professeur P. ya estaba al tanto de todo. Ni siquiera necesitó que le pusiera al día: mi ex-profesor tiene un sinfín de contactos en todas las universidades montrealesas. En el mundo académico de Quebec, la sombra del Professeur es alargada. Así que el viejo profesor me escribió ofreciéndome un contrato temporal que podría servir para cubrir el hueco laboral que se abría ante mí, contrato que incluía un cambio de aires en el campo, un sueldo más que decente, alojamiento, comidas y su intimidatoria (pero muy grata y a menudo divertida) compañía.

El contrato, me explicó Professeur P. por teléfono, consistía básicamente en traducir al español tres de sus artículos más conocidos, artículos que van a ser publicados por una revista de lingüística española. Estaba contento de poder contar conmigo, porque aparte de ser traductora especializada en la jerga lingüística, mi compañía le resultaba infinitamente más tolerable que la de sus dos últimos asistentes, dos estudiantes de licenciatura aún imberbes con una ortografía deleznable. “Su compañía es más que tolerable,”-, se corrigió rápidamente: -“un deleite, ma chère”. Antes de que yo pudiera emitir un sonido para aducir que la traducción puede hacerse a distancia, Professeur P. añadió que, aparte de las traducciones, esperaba de mí que le echara una mano para catalogar su extensa biblioteca. Estaba pensando en deshacerse de algunos libros que ya no le eran de utilidad, y quería saber exactamente lo que tenía en casa. “Un trabajo titánico para un hombre de edad venerable”-, rió. De ahí la necesidad de mi presencia in situ. Si la idea de convertirme en su asistente no me resultaba vejatoria, durante mi estancia podría hacer alguna que otra tarea conexa como ayudarle a responder su correo atrasado y contestar al teléfono.

-“Podrá ir y venir a su guisa. La casa es monstruosamente grande: dispondrá de una habitación y un salón para su uso particular, en el caso de que necesite un sitio tranquilo para trabajar en sus proyectos personales, si quiere avanzar en la preparación de sus cursos para el próximo cuatrimestre, por ejemplo. También dispondrá de una conexión a Internet más que fiable, algo raro en este país de leñadores. Le quedará tiempo de sobra, no creo que trabajemos más de cuatro horas diarias, soy un jubilado y no me interesa matarme a trabajar. El resto del día –y los fines de semana, claro está- quedará a su entera disposición, y ni siquiera se cruzará conmigo. Tómeselo como una estancia relajante en el campo.”

Decidí aceptar su oferta por varias razones: nunca le hago ascos a un poco de trabajo, especialmente tras pasar varios años combinando estudios y trabajo a tiempo parcial, y subsistiendo apenas. Trabajar para el Professeur siempre es interesante (en el pasado le serví de auxiliar de documentación para un estudio que hizo, y me gustó trabajar con él). Me siento en deuda con él. Y para terminar de decidirme, Monsieur M. está trabajando en Nunavut, va a estar allí construyendo tendido eléctrico hasta las vacaciones de Navidad, en un sitio tan remoto que las señales de telefonía móvil no llegan y el avión que debe transportar al personal de vuelta a Montreal una semana al mes se queda a menudo plantado en tierra debido al frío, sobre todo a partir de noviembre, cuando el frío reinante convierte el aceite de motor en carne de membrillo. Así que no me lo pensé mucho y respondí: -“Si consigo que una amiga se ocupe de mis gatos, soy toda suya.”

.........................

Hace tres semanas que llegué a esta casa. Tras un momento de admiración, plantada delante del porche, llamé a la puerta y me encontré por primera vez con Elspeth, la adusta empleada doméstica del profesor Lesage. La primera impresión que me produjo Elspeth fue imborrable: el pelo recogido en una coleta de caballo tan tirante que le hacía enarcar las cejas (o quizá sea su expresión habitual), cuchillo enrojecido en mano y delantal lleno de salpicaduras de un vivo carmesí. Ante mi respingo, Elspeth me miró de arriba abajo y dijo secamente: -“¿Sí?” -“Euh, soy, eh, la, uhm, asistente del profesor Lesage.” Balbucée en francés, mirando fijamente a su delantal, y sintiéndome un poco ridícula en mi nuevo título de “asistente”. –“Me llamo Arantza.” Dejé la maleta en el suelo y tendí una mano, dubitativa. Elspeth la miró como si fuera una cucaracha, e hizo un gesto con la suya, teñida de escarlata (la que no sujetaba el enorme cuchillo manchado de rojo): -“Lo siento. Remolachas.” “Elspeth Dudley.” Dijo, por toda explicación. Hablaba un francés perfecto, con un tenue acento que no llegué a identificar, pero que supuse que era anglófono. Se hizo a un lado y me indicó que entrara. –“El profesor Lesage está dando su paseo de media tarde. Pero ya he preparado su cuarto.” Tono de irritación palpable, indicándome que el trabajo extra de preparar mi cuarto no estaba incluido en su contrato. Mientras trastabillaba en la entrada, intenté establecer un poco de complicidad con esta caricatura de ama de llaves victoriana utilizando el tema universal: la cocina. –“Remolachas, ¿eh? Estamos en plena temporada. ¿Qué está preparando?” –“Borscht.” El tono de la mujer era de un soviético muy adecuado a la receta.

Mientras la seguía escaleras arriba, empecé a pensar que si Elspeth era tan económica en la gestión doméstica como en el uso de palabras, Professeur P. había hecho un gran negocio contratándola. –“Je, en casa hemos comido mucho borscht últimamente." Parlotée, nerviosa. -"Mi marido estaba tan harto que tuve que inventar algo diferente para todas esas remolachas que nos quedaban. Hice un pastel de remolacha y chocolate negro. Quedó delicio-so--…” Mi voz se fue apagando al llegar a la puerta indicada con un gesto de cabeza por Elspeth. Dejé la maleta en el suelo: -“No se preocupe, Elspeth. Termine su sopa. Si tiene demasiadas remolachas, me ofrezco para hacer el postre.” Gran sonrisa. Último intento de contactar con el lado humano de Mrs. Ama de Llaves Siniestra. Normalmente hasta la cocinera más protectora de su territorio no suele poner pegas para que alguien le haga el postre. Y Elspeth no parece especialmente predispuesta a cocinar cosas dulces. A la dulzura en general. En vano. Por toda respuesta, recibí una mirada que hubiera podido congelar el infierno en pleno verano. Elspeth me dio la espalda con una celeridad admirable y bajó las escaleras, cuchillo en mano.

Me quedé un momento mirándola y después abrí la puerta de lo que iba a ser mi cuarto durante el mes próximo. Y me dije que Sussman House era el sitio ideal para escribir una secuela de “Otra vuelta de tuerca.”

(CONTINUARÁ)

  PASTEL SANGRIENTO DE REMOLACHA Y CHOCOLATE NEGRO
    
       INGREDIENTES PARA EL BIZCOCHO:
  • 3 tazas de remolacha cruda, rallada fino. Os aconsejo cubrir la mesa de trabajo de papel de periódico y trabajar con un delantal, porque pelar y rallar remolacha cruda es un trabajo "sangriento". Cuando terminéis de rallar, tendréis el mismo aspecto que Sweeney Todd después de terminar un afeitado muy apurado.
  • 1 taza de aceite vegetal (de girasol o de maíz)
  • 1 taza y ¼ de miel
  • 3 huevos y una clara a temperatura ambiente
  • 2 tazas de harina integral
  • 3/4 de taza de cacao en polvo (100% puro, sin azúcar ni aditivos)
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo (tipo Royal)
  • 2 cucharadas de té de bicarbonato
  • 1 cucharada de té de sal
  • 1 cucharada de té de canela
  • 2 cucharadas de té de esencia natural de vainilla
  • ¼ de taza de de crema agria (o de yogur natural desnatado no azucarado, si queréis mantener la receta "no culpable")

    INGREDIENTES PARA EL GLASEADO DE QUESO:
  • 1 tarrina de queso Philadelphia bajo en grasa, a temperatura ambiente
  • Sirope de arce o miel líquida
PREPARACIÓN DEL BIZCOCHO

Precalentar el horno a 190º. Mezclar bien el aceite y la miel. Añadir los huevos uno por uno, incorporando bien cada uno antes de batir otro. Añadir la crema agria (o el yogur) y el extracto de vainilla.


En un gran bol aparte, mezclar la harina integral y todos los demás ingredientes secos (el cacao, la levadura en polvo, el bicarbonato, la sal y la canela), salvo la remolacha rallada. Mezclar los ingredientes secos con los húmedos, incorporándolos en varias veces, y batir lo mínimo posible, rápidamente, hasta que desaparezcan los grumos. Batir lo justo para obtener una mezcla homogénea, pero no demasiado, (es importante no excederse con el batido para que el pastel sea ligero y esponjoso).

Para terminar, mezclar con una cuchara o una lengua de gato la remolacha rallada. Si preparáis el pastel con un robot culinario (tipo Kitchen Aid), mezclad la remolacha a mano, porque tiene la tendencia a pegarse a la hélice del robot y formar una bola. La masa resultante será bastante líquida (¡y bastante roja!).
Hornear en una fuente redonda de bizcocho a 190º, durante una hora y media a una hora y 45 minutos aproximadamente (depende de vuestro horno), hasta que un palillo pinchado en el centro salga limpio. El tiempo de horneado es largo debido a la remolacha, que tarda bastante en hacerse. Otras recetas de bizcocho de remolacha utilizan remolacha previamente cocida, personalmente yo prefiero ésta porque conserva las vitaminas y el sabor que de otra forma se perderían en la doble cocción. El pastel resultante es jugoso y muy chocolateado. La remolacha y la miel le dan un sabor bastante dulce a pesar de no llevar azúcar. Desmoldar aún tibio y glasear cuando se haya enfriado por completo.
      
PREPARACIÓN DEL GLASEADO

Batir el queso con la ralladura hasta que quede liso, añadir gradualmente sirope de arce - o miel - hasta que obtengáis una crema fácil de untar, pero bastante espesa. Este glaseado es delicioso, pero como no lleva azúcar glas, que es lo que suele estabilizar los glaseados tradicionales, ni la grasa adicional de la mantequilla, se mantendrá cremoso y no llegará a solidificar. Os aconsejo glasear el pastel justo antes de servirlo.

martes, 26 de octubre de 2010

Cadáveres, cakes de calabaza y otras macabras calamidades: una historia por entregas (parte 1).

Estoy de pie en medio de la habitación, parada en seco, la mano en la que llevaba un libro aún en alto. Miro la expresión de la figura sentada en el sillón, también inmóvil, un libro abierto y caído en el regazo, los ojos fijos en el vacío, la boca ligeramente entreabierta, la vivacidad que la anima normalmente completamente desaparecida. Incrédula, me acerco un par de pasos y me detengo de nuevo. Ésta es la segunda persona muerta que veo en menos de un mes. La tranquilidad del campo, pensé al llegar a esta casa.

Después de un largo momento de helador entumecimiento, consigo salir de mi parálisis inicial. Mi cerebro se lanza entonces a la búsqueda de respuestas en una carrera febril y bastante incoherente: ¿Quétengoquehacerquétengoquehacerquétengoquehacer? La primera respuesta que me viene a la mente después de todo lo que he visto en los últimos días es: « Llamar a la policía ». Me obligo a mirar de nuevo el cadáver (¿de verdad es un cadáver?), y no veo rastro de violencia. ¿Ataque al corazón? Me dirijo lentamente -o ésa es la impresión que tengo- al enorme escritorio de caoba. Los pies parecen pesarme toneladas.  He debido de tomar una decisión, porque llamo a una ambulancia. Mientras espero a que descuelguen al otro lado de la línea, una parte de mi consciencia registra, de forma bastante absurda, que encima de la mesa están los restos de un té de media tarde, acompañado de uno de los cakes de calabaza que traje al llegar, del que aún queda un pedazo. Por favor, que no haya sido yo la culpable, me digo, considerando lo ridículo que sería el matar a alguien con un pastel. ¿Alergia?

Después de una somera descripción de lo que veo y de balbucear la dirección sintiendo gratitud por no tener que acordarme del número (ventajas de las regiones rurales: Sussman House, Hill Road, en Ayer's Cliff), cuelgo, me acerco al cuerpo y lo examino. Un ligerísimo movimiento del torso me impulsa a colocarle el libro al que me he aferrado durante la llamada telefónica y que aún llevo en la mano debajo de las fosas nasales (es lo primero que se me ocurre, probablemente lo he leído en alguna parte). El plástico que cubre las tapas del libro se empaña de forma casi imperceptible: parece que después de todo éste no es el segundo cadáver que veo este mes. Un sollozo de alivio me sube bruscamente a la garganta, pillándome por sorpresa. Me obligo a respirar hondo, sin mucho éxito, porque los sollozos (ahora estoy llorando a sacudidas, hipando como si tuviera cuatro años) me cortan la respiración. Intento repasar mentalmente mis muy primarias nociones de primeros auxilios mientras me limpio con la manga las lágrimas que me nublan la vista y la nariz que me gotea. Con dedos temblorosos desabotono el cuello de la camisa y le aflojo el nudo de la corbata. Busco el pulso en el cuello. No lo encuentro, pero puede que sea porque estoy demasiado nerviosa para sentirlo. O porque no tengo muy claro dónde demonios está la carótida. Sí que noto pulsaciones, pero muy probablemente son las mías, el corazón me bate como si fuera a salírseme por la boca. Pego la oreja a su pecho. Creo oír algo. « Respira ». Me digo. « Puede esperar al servicio de urgencias ». «Tranquila ». « Calmacalmacalma », salmodio.

Me dejo caer en la alfombra, cerca de sus pies, suelto el libro y tomo una mano inerte y fría entre las mías mientras espero a la ambulancia.
(Continuará)

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CAKES DE CALABAZA

INGREDIENTES:
  • 2 tazas y 1/2 de harina integral
  • 1/4 de taza de semillas de linaza molidas
  • 1/4 de taza de germen de trigo (si no tenéis linaza o germen de trigo, utilizar 1/2 taza más de harina integral)
  • 2 cucharadas de té de levadura en polvo (tipo Royal)
  • 2 cucharadas de té de bicarbonato
  • 3/4 de taza de aceite de canola (o girasol, o de oliva)
  • 4 huevos
  • 3 tazas de puré de calabaza* (elaboración descrita en la receta)
  • 1/2 taza de nueces de pecán picadas
  • 1/2 taza de nueces de California picadas (o 1 taza del mismo tipo de nueces)
  • 3/4 de taza de azúcar
  • 2 cucharadas y 1/2 de té de canela
  • 1 cucharada y 1/2 de té de jengibre
  • 1 cucharada de café de nuez moscada
  • 1/4 de cucharada de té de clavo
  • 1/4 de cucharada de té de pimienta de Jamaica o allspice. Si no conseguís encontrarla, 1/8 de cucharada de té de pimienta blanca puede sustituirla.
  • 1 pizca de sal

ELABORACIÓN:

Comenzar por el puré de calabaza*. Precalentar el horno a 190°C. Cortar en dos una calabaza pequeña, retirar las semillas y ponerla en una fuente previamente aceitada, la parte cóncava hacia abajo. Cubrir con papel de aluminio y hornear hasta que podáis atravesarla con un tenedor (entre 45 minutos y una hora, depende del tamaño y de la variedad de calabaza que utilicéis).

Una vez la calabaza hecha, retirar la pulpa con una cuchara y pasar por la batidora hasta obtener un puré liso y cremoso. Reservar. Dejar el horno encendido a 180°C.

En un bol o ensaladera grande, mezclar los ingredientes secos: la harina integral, las semillas de linaza molidas, el germen de trigo, la levadura en polvo, el bicarbonato, la sal y las especias: canela, jengibre, nuez moscada, clavo y pimienta de Jamaica.

En otro bol, batir los huevos, el azúcar, el aceite y el puré de calabaza hasta que estén bien mezclados. Añadir (en varias veces) los ingredientes secos a esta mezcla e incorporarlos bien. Incorporar las nueces picadas (si se desea, reservar un puñado y espolvorearlas por encima de los moldes una vez llenos).

Verter la masa en el molde (o moldes individuales) previamente aceitado. Hornear unos 30-35 minutos para moldes individuales como los míos, o unos 45-50 minutos para un molde grande de cake. El pastel estará hecho cuando lo pinchéis en el centro con un palillo y éste salga limpio. Dejarlo enfriar unos diez minutos en el molde, y desmoldar cuando aún esté tibio.

Una vez frío, podéis decorarlo con un glaseado de queso y miel Acompaña perfectamente a una taza de té y una novela de misterio.

lunes, 18 de octubre de 2010

Sopaterapia : Crema acogedora de calabaza con dátiles

La parte idílica del otoño quebequés toca a su fin. Este año se termina un poco antes de lo normal debido a los calores tropicales que hemos tenido este verano, que han provocado que toda  la vegetación en Quebec acelere su ciclo vital unas dos semanas. En el verano batimos todos los récords de calor, lo cual no impide que nuestro estimado Primer Ministro se castigue las cervicales negando que el recalentamiento del planeta exista, pero claro, es el mismo gobierno en el que algún que otro ministro cree que la evolución de las especies también es un mito. *Suspiro*.

En un país dirigido por un clon de Bush, y sabiendo que me espera un mes de horas de sol muy limitadas, ramas de árboles peladas y temperaturas que empiezan a rozar el cero (y que en noviembre se instalarán en la parte negativa del termómetro hasta abril), no es de extrañar que necesite algo reconfortante. Como todos los años por estas fechas. Y tengo que hacer algo con todas esas calabazas que me traje de La Courgerie.

(Receta -con toque personal- de "Les courges dans votre assiette: recettes de La Courgerie", de Pascale Coutu y Pierre Tremblay)

INGREDIENTES:

- 2 tazas (unos 500 ml.) de calabaza cruda, cortada en dados
- 1 cebolla picada (grande)
- 2 ramas de apio picadas
- 1/2 taza (125 ml.) de dátiles deshuesados, cortados en dados + 1/4 de taza para la guarnición
- 1 litro de caldo de pollo (o de verduras, si sois vegetarianos, el mejor caldo vegetal para esta crema sería el de garbanzos)
- 2 cucharadas soperas de aceite de oliva
- Queso azul fuerte (Cabrales, si vivís en España, o un Bleu Bénédictin si me leéis desde Quebec)
- Sal y pimienta al gusto

ELABORACIÓN:

En una cazuela bien profunda, sofreír la cebolla y el apio hasta que estén blanditos y transparentes; añadir la calabaza cruda y seguir removiendo de vez en cuando. Cuando la calabaza se haya impregnado bien de aceite y cebolla, incorporar los dátiles y sofreírlo todo un par de minutos más. Echar la sal y la pimienta.

Añadir el caldo (yo lo hago siempre en frío, porque cuando cocino generalmente no tengo prisa, pero si queréis acelerar la receta, podéis calentar el caldo previamente en el microondas) hasta cubrir los ingredientes, y poner a hervir a fuego medio. Cuando empiece a hervir, bajar el fuego y dejar hacer a fuego lento. La calabaza estará hecha en una media hora, aunque eso depende de la variedad y de lo fresca que sea. Cuando podáis pincharla con un tenedor, apagar y dejar enfriar un poco.

Pasar por la batidora hasta obtener una crema untuosa y lisa (no os dejéis intimidar por el color amarronado que le darán los dátiles). Servir salpimentada y bien caliente, con una guarnición de queso azul desmigado por encima y daditos de dátiles. Esperar a que el queso se funda un poco y mezclarlo bien con esta crema dulce-salada. Mirar el cielo gris y la lluvia por la ventana y constatar que ambos os importan un pimiento.

lunes, 11 de octubre de 2010

Sonata de otoño (intento)

Como todos los otoños desde que llegué a Quebec, me faltan las palabras (pero me sobran las fotos) para describiros lo magníficamente excesivo de los colores de este rincón del mundo en esta época del año: la explosión de abundancia, formas y sabores del mercado, el olor del aire fresco de octubre, el clamor de las ocas salvajes que anuncian su partida, y con ella, la llegada del frío, las nubes maravillosamente hinchadas que flotan encima de las copas de los árboles de un carmesí delirante. 

Sé que esta entrada es cursi y lo asumo plenamente. Pocas cosas hacen que me ponga realmente seria y torpemente lírica: la Belleza (con B mayúscula, como la de esta estación en este país nórdico, o la del campo escocés en este mismo mes), un par de quesos que he probado en mi vida, uno de ellos en Francia y otro aquí, en Quebec (qué queréis que le haga: tengo la tripa poética), un acantilado vasco que representa todo lo que me gusta de aquel paisaje y que me recuerda a alguna que otra persona a la que quiero especialmente, el chocolate de la Cabosse d'Or, alguna mirada de grizzly degollado que aún me suelta de vez en cuando monsieur M., y un par de poemas de Benedetti y Galeano. Aparte de esas cosillas, normalmente tengo mi tendencia natural a la emotividad bastante controlada, salvo en algunos momentos críticos del mes, cuando cualquier anuncio cutre con un perro abandonado hace que los ojos se me aneguen de lágrimas estrogenadas.

En este fin de semana de acción de gracias nos paseamos en coche bajo una uve de ocas volando en formación y todas las carreteras de campo por las que nos perdemos pasan delante de granjas que ofrecen los productos de la cosecha. La courgerie, en Lanaudière, es una de esas granjas. Especializada en calabazas, es un auténtico festival de formas, tamaños y colores. Uno agarra una carretilla y elige las calabazas que quiere. Los niños disfrutan particularmente del paseo, y de poder elegir ellos mismos la calabaza que van a decorar por Halloween. Los mayores que, como yo, tienen problemas para madurar del todo, adoran pasear en medio del calabazar, uno de los campos de cultivo más marcianos que he visto, y se sienten transportados a un decorado de película de Tim Burton.  Las manzanas se compran en autoservicio: morder una humilde manzana Cortland recién cortada de su rama se convierte en fuegos artificiales gustativos. La manzana cruje, y llena la boca de jugo en un solo bocado increíblemente fresco y perfumado. Es el sabor del otoño quebequés. Que sigo adorando con locura.