martes, 27 de abril de 2010

Westmount

Fotos de un paseíto de principios de primavera -hace apenas un par de semanas aún había nieve y ni rastro de hojas en los árboles- por el chic barrio de Westmount, donde vive la crème de la crème de Montreal. Os dejo babeando y jadeantes de deseo inmobiliario.













jueves, 22 de abril de 2010

Día de la Tierra

Imagen de Ed Polish & Darren Wotz

Post malvadamente pornoculinario: Galletas de chocolate blanco y nueces de macadamia (HEMC 43)

"I was on a diet for a month and I lost 30 days".
Mantequillosa... anuezada...

... y bastante decadente, como receta. Así es mi contribución al Hecho en mi cocina de este mes, el número 43, que tiene a las nueces como portagonistas. Hace tiempo publiqué otra receta con nueces de Pecán que os recomiendo probar. Esta vez he optado por las nueces de macadamia, porque estas nueces son bastante desconocidas en España y abundan en grasas cardiosaludables (nótese la palabra "abundan", con 840 escalofriantes calorías por 100 gr., estas nueces son auténticas bombas energéticas, estupendas para niños recalcitrantemente flacos o maratonianos anoréxicos).

No os dejéis engañar por la ligera palidez blanca y beige de las fotos: éste es uno de mis posts pornoculinarios, por lo calórico. Lo único ligero de estas cookies es el color. Y es que no siempre se puede ser buena. A veces, ser perversa, glotona y golosa es justo y necesario. Aunque para desalojar de las caderas las cinco cookies que me he zampado de golpe al sacarlas del horno tenga que hacer media hora más de jogging. Mi metabolismo ya no es lo que era.

Pero, bueno, ya conocéis mi filosofía (o "filofofez") sobre las mollas, curvas, michelines, engordes y gilidietas (que sé que ya andáis todas* angustiadas con la operación biquini) : la vida es demasiado corta como para pasarla mirando fijamente a una báscula.

* (Este femenino plural es completamente intencional).


INGREDIENTES :

- 2 tazas y 1/2 de harina, con una cucharada sopera de Maizena mezclada en ellas


- 1 cucharada de té de bicarbonato

- 1/2 cucharada de té de sal

- 1 taza de mantequilla blanda, a temperatura ambiente (o aceite de girasol, si queréis mantener a raya el colesterol)

- 3/4 de taza de azúcar moreno claro (demerara)
- 1/2 taza de azúcar blanco

- 2 huevos

- 1/2 cucharada de té de extracto natural de vainilla

- 1/2 cucharada de té de esencia de almendra (se puede remplazar por más extracto de vainilla)

- 1 taza de nueces de macadamia picadas en pedazos grandes (a mí me gustan en mitades)

- 1 taza de pedazos de buen chocolate blanco


ELABORACIÓN :

Precalentar el horno a 180º.

Batir la mantequilla hasta el punto pomada; añadir el azúcar blanco y el moreno y batir rápido hasta que la mezcla quede ligera y blancuzca. Añadir los huevos uno a uno, y finalmente incorporar los extractos de vainilla y almendras.

Tamizar y mezclar los ingredientes secos en un bol aparte : la harina, el bicarbonato y la sal. Combinarlos gradualmente con la mezcla de huevo. Terminar con el chocolate y las nueces.

Poner en una placa de horno sin engrasar, recubierta de pergamino, cucharadas de masa del tamaño de una nuez de California, sin juntarlas demasiado. Aplastarlas ligeramente.

Hornear de 10 a 12 minutos, hasta que estén ligeramente doradas (estas cookies son más bien pálidas). Prever una vuelta ciclista para aficionados, o una media maratón que justifique la ingesta de estos reactores nucleares.

viernes, 16 de abril de 2010

"Honey-I'm-Home" Gingersnaps / Galletas de jengibre "Cielos, mi marido"


En la antigua cocina montrealesa os conté cómo, desde que tengo memoria, en esta casa monsieur M. y yo formamos un ménage à trois constructor - y constructivo- con nuestro Jules, el bravo bretón que nos ayuda a reconstruir esta barraca.

Sin embargo, desde que el Jules recibió un flechazo en plena frente cuando estaba desatascando el desagüe del fregadero, casi no lo hemos visto por casa. Pero como tampoco es cuestión de empezar a acostumbrarnos a tener una cierta intimidad, un reemplazante se ha apresurado a ocupar el puesto que Jules ocupaba tan a menudo a la mesa. El reemplazante en cuestión se llama Dan, y es un muy viejo amigo de monsieur M. Su amistad ha durado más que la mayoría de parejas que conozco.

Cuando desembarqué en este lado del Atlántico, Dan fue el primer amigo al que me presentó monsieur M., y el desagrado que nos inspiramos pareció ser instantáneo, mutuo y un tanto prematuro, como el tiempo se ha encargado de demostrar. Lo que no sabía cuando cenamos con él aquella primera vez, es que Dan es bastante misántropo, que hace milenios que vive solo, que pasa los meses cálidos en una cabaña a la que sólo puede accederse en canoa, y que su desagrado hacia mí era una simple manifestación de su reticencia natural a relacionarse con gente. Si hubiera sabido todo eso, no me habría tomado su antipatía como algo personal; puedo soportar perfectamente ser detestada de forma genérica, pero a mi personalidad un poco insegura le resulta difícil de digerir ser detestada de forma específica.
Tras superar la primera impresión que me produjo de ser un tipo machista y un poco desconsiderado, con el tiempo Dan se ha encargado de demostrarme que no sólo está lleno de consideración, sino que bajo esa máscara de tipo gruñón y brusco se esconde un corazón de oro. Por su parte, él ha descubierto que yo poseo un buen sentido del humor, ahora que hablo bien su idioma, y algunas otras virtudes que se cuida mucho de elogiar.

La primera vez que llamó por teléfono a casa, tras esa presentación un tanto desastrosa, fue durante una de esas semanas en las que monsieur M. estaba de viaje en el gran norte. Yo llevaba dos meses de residencia montrealesa, tenía un gripazo de aúpa (mi primera gran gripe nórdica), mucha fiebre y apenas voz, y me sentía como si un autobús me hubiera pasado por encima. Básicamente, quería a mi marido, o, en su ausencia, a mi mamá. No hay miseria más miserable que estar malo, solo, en una ciudad desconocida. Estar malo en otro idioma -sobre todo si apenas se chapurrea- es infinitamente peor que estar malo en el idioma materno: uno ni siquiera llega a decir "ouch, ay" con un acento decente.

Cuando respondí al teléfono en inglés (en la época aún no hablaba francés, cosa que parecía exasperar aún más a Dan), con la voz ronca y cavernosa, me preguntó en su inglés perfecto y característico tono seco lo que me pasaba. Tras un breve resumen -"M. no está, no. Es la gripe. Me las arreglo, gracias. Tengo antigripales y tylenoles. Voy a dormir todo lo que pueda y terminará por pasar", murmurado con muy pocas ganas pero sin tono defensivo (estaba demasiado extenuada como para ser defensiva), colgué, me arrebujé de nuevo bajo las mantas y volví a sumirme en ese estupor febril de la gripe.

Una hora más tarde lo tenía llamando a la puerta, cargado de bolsas, haciéndome a un lado de malos modos y sin más preámbulo que -"Tú, a la cama", irrumpiendo en mi cocina como si fuera el dueño y, oh, bendito sea, preparándome sopa de pollo con fideos, tisanas de equinacea y miel y vahos de eucaliptus. Intenté protestar un poco, pero un ataque de tos en el que casi expelo un bronquio me hizo desistir. En las bolsas también había provisiones, reservas de jarabe contra la tos y aspirinas. No se fue de casa hasta haberme obligado a tragar un bol de sopa, haber fregado los cacharros acumulados en el fregadero, lavado y cambiado las sudorosas sábanas de la cama, dejado una lista con la comida preparada que me esperaba en el frigorífico -con su número pegado a la puerta del mismo- y decirme, con tono que no dejaba lugar a discusión, que llamaría todos los días hasta que mejorara, por si necesitaba algo.
Por supuesto que después de este episodio, Dan se ganó todo mi respeto y un hueco en mi corazoncito. Aún más porque sé que si actuó así, no fue por simpatía hacia mí sino por empatía, y por pura fidelidad a monsieur M. Si para honrar su vieja amistad con monsieur M. hubiera sido necesario ayudarme a matar dragones a punta de espada, lo habría hecho. Superar su repulsión natural a tratar con gente fue el equivalente, imagino. Admiro a la escasa gente que es capaz de lealtad absoluta en la amistad (respeto, honor, lealtad, grandes palabras, pena que hayan desaparecido de nuestro vocabulario amistoso, familiar y amoroso), y Dan podría dar cursillos sobre el tema.

A diferencia de nuestro Jules, Dan no se encarga de las reformas ni del mantenimiento de la barraca montrealesa, su reemplazo se limita únicamente a la mesa de nuestra cocina. Curiosamente para alguien que lleva una gran parte de su vida viviendo solo y no invita jamás a nadie a su casa, Dan es un chalado de la cocina, un gastrósofo aficionado, un comensal curioso, un gourmet en ciernes, un aprendiz de sibarita. Su enfoque del tema culinario es tan peculiar como su carácter: va a un restaurante -o es invitado a una casa-, prueba un plato increíble, vuelve sistemáticamente a ese restaurante o casa y sigue comiendo el mismo plato y haciendo preguntas al cocinero hasta que éste se rinde -o se agota de verlo todos los días- y le ofrece un curso particular para librarse de él. Esta técnica un tanto peculiar le ha permitido seguir cursos de cocina con algunos de los chefs chinos más herméticos de Montreal, con las abuelas italianas de sus vecinos, con las tías portuguesas de sus colegas de trabajo y con mi propia Santa Madre, que le dio un monográfico sobre el pulpo, el calamar y otros cefalópodos bastante desconocidos en Quebec.

En cuanto Dan descubrió mi afición por la cocina, empezó a dejarse caer por la barraca un sábado sí y otro no. Es uno de los pocos amigos que conoce a monsieur M. desde el tiempo suficiente como para prescindir del protocolo quebequés de concertar de antemano todos los encuentros. O quizá sea el único que se pasa el protocolo por el arco del triunfo. El caso es que tras aterrizar en casa el primer sábado a la hora de comer, una servidora, ya repuesta de la gripe y mucho más amistosa que la primera vez que nos vimos, le sirvió sin gran ceremonia un bacalao al ajoarriero (bueno, una versión mía, híbrida de ajoarriero y salsa vizcaína). Con ojos aún cerrados y voz en éxtasis, Dan ordenó: -"Tienes que enseñarme a hacer esto." Imposible decir que no a este alumno desconcertante, siempre rigurosamente educado y respetuoso pero nunca realmente cordial, y totalmente loco por aprender. Ante mi comentario sobre lo infernal que es encontrar pimientos choriceros aquí en Quebec, Dan pasó dos semanas escribiendo y llamando a importadores hasta que apareció con cuatro kilos (¡cuatro!) de un pimiento bastante semejante. Ahora sopeso mucho mis comentarios delante de él.

Desde aquel primer curso informal, en el que yo explicaba y Dan tomaba notas muy serio y ejercía de pinche de cocina picando silenciosamente todo lo que se le pedía, Dan se ha sentado a la mesa con nosotros incontables sábados, y ha dejado en mi buzón incontables paquetes con rizomas de cúrcuma enteros, té blanco de un precio estratosférico, pimientos mexicanos desconocidos para mí con post-its pegados: -"¿Se te ocurre qué podríamos hacer con esto?". No siempre soy yo la que cocina y oficia de profesora: sus jiaozi chinos rellenos de cerdo y setas son delirantemente buenos.

El primer sábado que monsieur M. emergió a la superficie desde las profundidades de su taller para sentarse a la mesa, y preguntó, con toda naturalidad: -"¿Dan no viene hoy?", me rendí a la evidencia: de nuevo habíamos formado un ménage à trois. Aunque Dan es un ebanista muy hábil y puede pasar horas hablando de carpintería, Monsieur M. ha comenzado a dar por sentado que cuando su amigo pasa por casa, no siempre viene a verlo a él.
Este sábado pasado yo acababa de sacar la primera hornada de mis "Honey-I'm-Home Gingersnaps" y la casa entera flotaba en medio de una nube con olor a jengibre, cuando Dan se presentó sin avisar, como de costumbre -parece seguir el olor que sale de nuestro extractor de humos-. Monsieur M. había salido a la ferretería a comprar clavos, o tornillos, o lo que sea que él suele comprar en la ferretería. Mientras yo rodaba en azúcar la segunda hornada de cookies y la depositaba con cuidado en la bandeja, Dan hizo el té sin decir palabra. Según su costumbre, y como Dan es como de la familia, se puso a fregar los cacharros mientras tomaba sorbos de té entre un cacharro y otro, y yo los secaba con un trapo y los guardaba. Probamos las primeras galletas aún calientes y seguimos masticando, bebiendo té y fregando.
Llevábamos ya un buen rato trabajando así, en silenciosa camadería, cuando de repente Dan se detiene. Ante mi mirada interrogante, termina de masticar un bocado fragante de jengibre y miel, traga de golpe y dice, mirándome a los ojos: -"Dios. Creo que me he enamorado." Frase que me hace casi escupir el sorbo de té que me ocupa la boca en ese momento.
Intentando aclarar su afirmación, con un esfuerzo visible para encontrar las palabras correctas, Dan prosigue, agarrándome bruscamente el antebrazo: -"De tus galletas. Me he enamorado de tus galletas." "Y de tus aromáticas pizzas con masa casera. Y de los txipirones en su tinta, y de esos panes redonditos que haces, y su olor dulce a sémola. Cuando los horneas, la casa huele desde la puerta. Hasta el pelo te huele a pan." Aprovecho la pausa para retroceder un paso y comprobar que estoy acorralada entre el fregadero y Dan, que es bastante más grande que yo y que parece ser presa de una posesión gustativa. Aprovecho también para deglutir sonoramente, a falta de algo mejor que decir. Él está lanzado: -"Pienso con deseo en tus cremas de verduras, aterciopeladas y profundas, en tus piquillos rellenos, delicados y sabrosos." Silencio en la cocina (salvo el ruido del grifo, que se ha quedado abierto) y malestar. Enorme malestar.
Lo miro sin poder hablar, atónita, el trapo de cocina en una mano, aún inmovilizada porque Dan sigue apretándome el antebrazo como si fuera a hacer zumo con él, y la otra aferrando una espátula. Me siento ligeramente ridícula así, en la cocina, el trasero apretado contra el fregadero, un gastrónomo febril en plena declaración, trapo de cuadros y espátula en mano, el pelo recogido en dos coletas lamentables y mi camiseta luciendo un eslogan en amarillo chillón que proclama: "You name it, I bake it". En "Cumbres borrascosas" la heroína lleva muchas enaguas durante este tipo de escenas, y le dan como más dignidad al momento. Una imagen me pasa por la mente, fugaz: la espátula, ¿será lo bastante sólida como para defender mi ya maltrecha virtud con ella, si se me acerca más? Para un tipo que no habla prácticamente nunca, Dan está lleno de sorpresas. ¿Se supone que tengo que decir algo? Consigo cerrar parcialmente la mandíbula colgante y farfullo uno de mis inteligentes comentarios : -"Euh..."
En ese momento, suena el ruido de las llaves en la puerta. Vozarrón vigoroso: -"¡Eh, p'tit loup, ya estoy de vuelta!". Con un extraño sentimiento de culpabilidad culinaria y los ojos un poco desorbitados, miro a Dan y susurro: -"¡Mi marido!" Un palmetazo con la espátula, bien dirigido, hace que me suelte el brazo y que se ponga dócilmente a fregar de nuevo, tras ahogar una risita insolente. Mientras monsieur M. hace temblar el pasillo con sus pasos, fulmino a Dan con la mirada.


Receta inspirada -especialmente el nombre- de una bastante clásica -y menos saludable- de Diane Mott Davidson, en su libro "Catering to Nobody".

INGREDIENTES (Para unas dos docenas de cookies bastante grandes -yo las hago tamaño diplodocus-, unas 30 de tamaño más razonable):

- 2 tazas de harina integral (en mi versión, para darle un cierto valor nutricional a la receta, los que odian lo integral siempre pueden utilizar harina blanca)

- 2 cucharadas de té de bicarbonato sódico

- 1/4 de cucharada de té de sal

- 2 cucharadas de té de jengibre molido

- 1 y 1/2 cucharada de té de canela molida

- 1/2 cucharada de té de clavo molido

- 1/4 cucharada de té de nuez moscada (mejor recién molida)

- 1/2 taza de aceite vegetal (girasol, maíz, versión para los que tenemos las arterias algo acolchadas) o de mantequilla fundida, aún tibia

- 1/3 taza de azúcar moreno

- 1/2 taza de azúcar blanco (más un poco en un plato para recubrir las galletas)

- 1/4 taza de miel

- 2 cucharadas soperas de jengibre fresco, rallado

- 1 huevo

- 3/4 taza de jengibre glaseado, cortado en cubitos pequeños (antes de que se popularizara en Montreal y empezaran a venderlo en los supermercados, lo compraba en tiendas asiáticas)




ELABORACIÓN

Precalentar el horno a 185º. Cubrir dos bandejas de hornear con papel de hornear (os ahorra el engrasado de las placas). En una ensaladera o bol grande, mezclar los ingredientes secos (si utilizáis harina integral, no os molestéis en tamizar): la harina, el bicarbonato, el jengibre en polvo, la canela, el clavo, la nuez moscada y la sal, y reservar.
En otro bol, batir el aceite (o la mantequilla fundida) y el azúcar hasta que estén cremosos. Añadir la miel e incorporar bien. Incorporar el huevo y el jengibre fresco rallado (con su jugo). Cuando todos los ingredientes húmedos estén bien cremosos, incorporar gradualmente los secos, batiendo bien hasta que la harina desaparezca del todo. Terminar añadiendo los pedazos de jengibre glaseado.
Con dos cucharas soperas, hacer bolas de masa de unos 2 a 3 cm, y hacerlas rodar en el azúcar blanco que habréis preparado en un plato. Depositarlas en la bandeja sin aplanarlas, dejando una separación de unos 5 cm. entre cada bola (con el calor del horno van a extenderse bastante). Hornear entre 11 y 13 minutos: las galletas tienen que hincharse y comenzar a agrietarse. Para un resultado más chewy ("chicloso"), sacarlas del horno cuando la mitad (o un poco más) de ellas haya empezado a deshincharse; para unas cookies con los bordes más crujientes, hornear un minuto más.
Dejar enfriar un poco y sacarlas de las bandejas cuando aún estén un poco tibias. Guardar en un recipiente hermético.

NOTA: Si no queréis hacer tantas galletas en una hornada, podéis dejar las bolas de masa ya preparadas y congelarlas en una huevera de plástico -son perfectas para guardar la forma durante la congelación-. Cuando la masa esté bien congelada, pasarla a una bolsa de congelación hermética, y tendréis galletas recién horneadas en cualquier momento.
Estas cookies son dulces y picantes a un tiempo. La textura es el equilibro perfecto entre un corazón tierno y masticable, y unos bordes dorados y crujientes. Como los buenos amores.

sábado, 10 de abril de 2010

Chinatown

Aprovechando una incursión al centro (a la biblioteca y archivos nacionales, concretamente), me di mi paseito de rigor por Chinatown. Hace tiempo que necesitaba esa salsa de pescado que se utiliza tanto en los platos tailandeses y vietnamitas, amén de unas algas wakame para hacer sopa de miso, algas imposibles de encontrar en el super. Y Chinatown es el sitio en el que se concentran all things Asian.

Desde que me puse a revolucionar el mundo de la lingüística, con esa tesina interminable, mi escasa vida social escaseó aún más. Entre la falta de tiempo y la dificultad de combinar los razonables horarios de trabajo de mis amigos con mi falta de horarios de estudiante, más un trabajo a tiempo parcial, lo de quedar se convirtió en algo difícil. Cuando vivía en España no tenía problema para hacer cosas sola, pero durante la veintena fui un espécimen extremadamente sociable. Ahora, aunque aprecio mucho a mis amigos, el tiempo y la emigración me han acostumbrado a vivir bien la soledad.

Me gusta ir al cine sola, viajar sola e ir al restaurante sola, y, a diferencia de mucha gente, puedo hacerlo sin ponerme forzosamente a leer un libro que me camufle. Tengo la costumbre de leer comiendo, producto de muchas comidas en solitario mientras mi nórdico compañero está de viaje electrificando renos en el gran norte, pero si la comida es realmente buena, le dedico toda mi atención. Suelo aprovechar esos momentos de soledad para ver películas que sé que monsieur M. no iría a ver ni atado y atiborrado de sedantes, y probar restaurantes de aspecto dudoso e intrigante.

En mi paseo de ayer descubrí un boui boui (como se llama por aquí a los restaurantes caracterizados por un cierto desprecio por la decoración, en los que se puede comer por una docena de dólares o menos, a menudo bastante bien, algo así como un equivalente quebequés a los bares españoles que sirven un menú del día) bastante interesante. Para los pocos lectores que me leen en Quebec (alguno hay), se llama Sumo Ramen y está en el 1007 de la calle St-Laurent, en pleno Chinatown. No os dejéis desanimar por el aspecto de la puerta, que da bastante miedo. Está en el segundo piso, y como podéis ver por la foto, el ambiente es muy agradable si comparamos con el boui boui típico en Montreal. Eso sí, al mediodía la clientela es joven y tendréis que tolerar un fondo musical de electro-pop chino y japonés, simpático los primeros cinco minutos, pero bastante torturador al de media hora.

En realidad el descubrimiento no es mío, suelo leer el cuadernillo de gastronomía de La Presse y el fin de semana pasado le hicieron una crítica bastante favorable. Sumo Ramen es una mezcla típica de Montreal: en pleno barrio chino, está especializado en las sopas ramen. La parroquia es sobre todo universitaria, atraída por los precios bajos y porque con una de estas sopas, uno se siente casi tan bien nutrido como cuando sale de la mesa de mamá.

Yo pedí una Sumo Ramen, cuyo nombre tiene más que ver con su tamaño (no es un plato, es un barreño) que con el poder engordante de esta sopa, especialidad de la casa, y creo que este restaurante se ha ganado una nueva clienta. Forofa como soy de las sopas, ésta, deliciosa y completa, con una base de miso, unos buenos pedazos de lomo de cerdo a la parrilla, huevo, setas enoki, algas wakame y (licencia americana, porque no creo que esto sea típico en Japón) maíz, me reconfortó y llenó pancilla y espíritu durante el resto de la jornada.

Por supuesto, una comida no es digna de ese nombre sin ser coronada de un postre. Parada en una de las pastelerías del barrio, especializada en lo que han traducido como "flan", pero que en realidad son unas tartaletas rellenas de natillas de huevo (foto, arriba), cuyo sabor se parece enormemente al de los pasteles de arroz vascos de toda la vida. Me llevé a casa unos pasteles de té verde (en la foto), unos bollitos de alubias azuki (también en la foto), y unos bollos rellenos de nata que son de una similitud increíble al tradicional bollo de mantequilla bilbaíno, que tantas nostalgias nos provoca a los vizcaínos en el exilio. Tan lejos, tan cerca.

sábado, 3 de abril de 2010

Como unas pascuas



... o lo que es lo mismo, alegres y regocijados de esta primavera temprana y como chutada con esteroides que estamos teniendo (26 graditos, hoy, que tendríamos que estar a 4, estamos pulverizando récords), y sin pensar demasiado en que este día radiante es probablemente producto del recalentamiento planetario (al que debo contribuir bastante, con mi horno en perpetuo funcionamiento), celebramos con la familia quebequesa. Y es que aquí el fin de semana de Pascua (especialmente el domingo), es tradición hacer una comilona familiar.


Au menu: el tradicional jambon à l'ananas et à l'érable (jamón asado con piña y sirope de arce... os lo juro), que no lo perpetro yo porque no me siento con fuerzas de hacerle eso a los restos de un pobre cerdo. De postre, mi contribución a la causa, una tarta de chocolate negro, café y Tía María cuya receta ya publiqué, hecha con una cantidad tan indecente de chocolate y mantequilla, que haría palidecer incluso a Julia Child, y que siempre obtiene un éxito clamoroso.